A Merche le habían dicho que tendría que viajar. Que cogería un avión a las Malvinas. A la isla Trinidad. De modo que sin dudarlo preparó un equipaje pequeño y al amanecer ya se dirigía al aeropuerto. Dejó su auto por los días que permaneciera fuera, en los aparcamientos, en alquiler.
Después de unas horas de viaje sobre el manto de nubes, unas veces leyendo algo, otras algo dormida le dio por mirar a través de la ventanilla y se sorprendió, porque el gran manto nuboso era un colchón de plumas, además de que en esos instantes se cruzaron dos aviones en diferentes direcciones, y la velocidad fue tan extrema que se asustó. Pensó que ella viajaba así.
Pero dentro no notaba nada. Como si estuviera en casa leyendo, o escribiendo, o también viendo una película. Sólo le faltó un balcón.
Cuando llegó a isla Cristina la sonrisa de Merche abarcó todo el territorio. Se alojó en el Occidental Isla Trinidad. Le pareció cómodo. Nada más alojarse se fue al mar a esas aguas cristalinas, verde esmeralda, sonrió aún más, de una felicidad extrema.
Pasados tres días recibió un mensaje, un mensaje que la preocupó. La sonrisa se había hecho chiquita.
-Debe usted obedecer en todo lo que le digamos, le advierto que esto no es una broma- Era el contenido del mensaje.
Merche se sentó en un butacón, pidió de beber algo, luego irían cuatro o cinco copas. Una cajetilla de cigarros.
Se había convertido en una espía.
Alguien que pasó delante de ella al verla ebria, y algo llorosa le dijo: señora perdone usted que la moleste, pero se perfectamente porqué está de ese modo que parece que le haya caído el diluvio universal.
-¿Y porqué me dice eso?, dijo Merche-
Porque cuando nos ofrecen un viaje con todo pagado hay que pensar porqué, hay que detenerse un momento. No todo el monte es orégano querida.
El auto apareció deshuesado. Sin dueña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario