viernes, 25 de octubre de 2024

Tomates

  



Por la disposición de la cesta pensaría que los tomates estarían listos para servir. Aliñados en platos blancos, con ajo y aceite. La señora Bernarda entraba y salía de la cocina, afanada, con un paño entre las manos, un paño algo sucio, porque quizás no se limitara a dejar en el fuego una sola olla, probablemente habrían tres fuegos lanzando sus llamas al mismo tiempo. Habría un solomillo en uno de los calderos, atado, con precisión, para que no escapara ninguna hebra que desmoronara el redondo aspecto que una vez cocinado llevaría como adorno un ramillete de perejil troceado. Estaría al acecho removiendo de vez en cuando. Y los otros dos fuegos con sus calderos llevarían trozos de boniatos, y en el último: tocino, verduras, hojas verdes…

Detrás, en el patio, un tropel de sábanas pendiendo mecidas por una brisa de aire fresco.

La discreción de Bernarda a la hora de salir y entrar y de vapulear el paño era nula.

En las casas con cocinas grandes y con una gran ventana que da a un patio de naranjos y una fuente, sobran las razones por las que, y en este caso, Bernarda siquiera conocía lo que significaba ser discreta. Naturalmente que no lo era, tres guisos al fuego, y la felicidad en el rostro de ella. ¿Porqué habría de ser discreta? No renunciaría a ese máximo placer, el de entrar en aquella cocina, y recrearse con los útiles: cacerolas redondas, otras algo abolladas, cucharones, y una larga y bella fila de cucharas y tenedores, y cucharillas, y cuchillos. Y su mandil, de un estampado peculiar, un mandil con figuras geométricas unidas en forma de anillos, cada uno de diferente color.



lunes, 7 de octubre de 2024

Incertidumbre.

  


Fue imposible desear no permanecer allí. Su pecho ardía como si una espada lo hubiera atravesado.

Ese día las palomas se amontonaron en el patio, justo al lado de la capilla, eran tantas, que casi no se podía caminar. El mar permaneció calmo todo el tiempo, y el sol esculpía con sus rayos los rostros sombríos de algunos, sobre todo los que se hallaban detrás de la cristalera.


Se contuvo por un rato, incluso ofrecía algo de beber o de comer, con el gesto amable, pero con el dolor en los ojos; pero todo era tan irreal. Lo sabía, y sabía que de un momento a otro estallaría de rabia y de pena, y los rizos del cabello se desmoronaron como el serrín cuando cae en diminutas partículas de polvo.


La criatura nació una tarde de mayo, un hermoso niño de ojos negros y pelo rubio.


-Hola mi amor, le dijo. Soy tu mamá, prosiguió.


Se sentía muy dichosa a pesar de lo agotada por el parto, pero eso era algo insignificante para ella, realmente la felicidad inundaba la habitación y la sonrisa se explayó, como un bostezo. El pequeño lloraba. Ella lo acercaba a su pecho con mucho cuidado para amamantarlo, luego se cruzaron la miradas.


El regreso a casa causó una expectación increíble. La cunita blanca en una esquina de la habitación y al lado el ropero. Se había preparado unos días antes meticulosamente, a falta del tul para cubrir. Luego llegaron los seis angelitos muy bien guardados, cada uno en una caja. Seguramente habrían de adornar el capazo y la cuna; eran muy bonitos y poco vistos, porque se cocieron literalmente en el horno; luego, una capa de pintura azul y para las alas, un color ocre suave. A Lilia le gustaba eso de hacer angelitos con el sobrante de pan duro.


El eco de aquellos días felices resonaron en su cabeza como golpes de martillo, como cuando el herrero faena distraído de todo y se afana.


-¿Quieres el misal?, le dijo la señora, una de tantas que permanecían en silencio, como si en verdad aquel infierno le quemara siquiera un dedo de sus manos, pero allí permaneció hasta que hubo terminado la misa, luego, se fue. Todos se fueron.




-No, dijo. Y de nuevo volvió a mirarlo. Era tan bello, tan sereno dormía. Quiso romper con sus manos el cristal, y gritar, y correr y besarlo. Pero clavó las uñas en su estómago, y sangró su boca y quiso vomitar la cruel despedida...



PD. volveremos a vernos. 

sábado, 5 de octubre de 2024

Izac García


 

Izac García.

 



Izac García frente al mar, pensaba que las olas eran como colas de caballo: olas rubias, olas negras, olas pelirrojas...

De modo que todos los días hablaba de coger la chalupa y echarse al mar, a la isla grande, iría con las hermanas y con la madre, iría con el sombrero de copa pequeña, con el traje de los domingos y con la biblia, con chapas plateadas.

Y ese día llegó.

El viento hizo que se arremolinaran las olas y que trastabillara el barco, y que todos vomitaran a menudo y durante toda la travesía, siquiera tomaron agua.

Poseidón, probablemente deseó que sucumbieran y llegaran a sus manos, los devoraría al instante, y luego se dormiría plácido entre olas. Pero llegaron después de dos noches en que siquiera la luna brilló; siquiera la luz de algún faro, porque los faros, y es de costumbre, han de permanecer erguidos como soldados, valientes ante las grandes batidas de  espuma blanca. Han de alumbrar a los desorientados, alumbrar a un barco mercante, o simplemente permanecer ahí, para consuelo, como refugio, pero no tuvieron esa suerte, la de encontrarse con uno de esos faros, que en esas circunstancias sería como ver a Dios.

Un sol enorme de dedos les  apuntó a la cara, cuando por fin llegaron a puerto. Olía a herrumbre, a marisco. Sabor a mar, sabor a esperanza. Izac García y las hermanas y la madre, saltaron al muelle, como lo hacen los cervatillos, cuando están en el prado, felices.

Aquel hombre de barba espesa y blanca les esperaba, y abanó con el pañuelo como señal.
Acudieron a él pero no sonrieron, acudieron y se dieron la mano como saludo, luego, les llevó a una vieja pensión, allí permanecieron tres días, hasta que el mismo hombre de barba espesa y blanca les avisara. El nuevo hogar esperaba y las tierras también. Por aquellos tiempos los cuervos habitaban la isla de forma desproporcionada.

Eran cuervos grandes, con fuertes garras, cuervos que sobrevolaban las cabezas de cualquiera, que sobrevolaban entre las altas palmeras, y casi aullaban, como los lobos.

Unos animales muy inteligentes. Audaces. Con el plumaje negro como la pez. Con unos ojos especialmente brillantes...

Aremoga fue la primera de las hermanas en lanzar un grito al aire y dar un gran salto de alegría. Los demás también, pero bastante menos, más sigilosos, mas comedidos.


La casa era pequeña hecha de piedras y con tejado mezcla de paja y teja. La teja cocida y rudimentaria. Dentro, dos o tres chamizos. Un espacio para cocinar alimentos con leña y una olla con varias abolladuras. Los medianeros por esa época eran muchos, y trabajaban la tierra de los señores.


Izac García, y las hermanas, menos la madre, que quedaba al cuidado de la comida, ya estaban trabajando aquellas tierras llenas de verdes hortalizas, de papas, y de algunas cosas más.

Aún no despuntaba el dorado, cuando y estaban en pié, con los atrezos y con las telas de saco en sus cabezas, porque a esas horas y sobre todo en invierno, el frío les hacia brotar sabañones en los dedos, además de tener las narices siempre frías como témpanos de hielo. Los martes y miércoles, las hermanas se intercambiaban los zapatos hechos de lona y zuela de goma. Los martes los llevaría Aremoga y Herminda, y los miércoles las otras dos hermanas: Arundia y Atanasia.

Isac García trabajaba de sol a sol, mientras que las hermanas lo hacían en jornadas un poco más reducidas. Porque cuando había que cargar leña en los carromatos para los señores, a Izac se le partía la espalda y el alma. Pero en la casa no faltaba, por lo menos tres días en semana algo de comer: Papas, algo de gofio y poca verdura, muy poca.

Una vez salió de entre las montañas una luna redonda y brillante. Todos dormían, pero era la luz que emanaba del astro tan intensa, que la casa se iluminó con una brillantez inusual, y es que a veces, la luz toca el alma de las personas buenas, toca con calidez, con amor. Inunda todo, como cuando cae un torrente de agua y anega la tierra.


Habían pasado varios meses, y cada cual llevaba la vida como podía. A pesar de los malos tiempos, a pesar de todo, pero eran jóvenes, los jóvenes son así, tienen ilusiones, son felices. 

-Mira el mar, qué bonito es, dijo Atanasia, si, realmente es  hermoso, ahora es azul, después será verde o pardo, algún día viviré al lado, viviré entre los callados. Seguro que lo haré, volvió a decir.


La madre de todos ellos había perdido la memoria, y siquiera cocinaba, porque  una vez llenó el caldero de rabos de lagarto, en vez de papas. La apartaron del fuego y la dejaron en la terraza de piso de barro, sentada, con los ojos de niña y las manos arrugadas.

El guarapo había quedado en el olvido de sus labios, pero no en el de sus corazones, aquel roque negro y hermoso también permaneció en sus recuerdos. Y la vida de cada uno de ellos transcurrió tranquila y sacrificada, llena de sinsabores y de sabores.

Las personas descubren nuevas tierras, nuevas formas de vivir, aún en el sometimiento y la esclavitud, pero al fin y al cabo, siempre llega de alguna manera, la libertad.

Ballade pour Sophie

Ballade pour Sophie

Se habían despedido el mismo día en que se encontraron, solo que, ninguno de ellos lo sabría hasta pasado unos años, en que, l...