Aplausos


Nada más alentador que un aplauso. Pero cuando se repiten por compromiso la vanidad de aquell@s que los reciben se convierte en un monstruo devastador.


María Gladys Estévez.

viernes, 30 de abril de 2021

Los lobos en mis sueños

 


Estaba segura que en en algún momento volverían las pesadillas. La última noche en casa de Emily tuve una de ellas.

"Corría atemorizada por un bosque extraño, lleno de luces de lamparillas. Un hada avisó con su mirada, lo hizo para que me detuviera, pero tenía tanto miedo que la ignoré, algo atrapó mis piernas, eran raíces largas, parecían serpientes, caí al suelo y grité, grité de dolor y espanto. Por mucho que lo intentaba no podía quitarlas de mis piernas, de modo que estuve horas así.

Estaba sedienta, y el cansancio me venció. Dormí un rato, siquiera se cuanto. Cuando desperté estaba en la guarida de los lobos. Lo único que pude hacer fue rezar porque estaba atada de pies y manos, debajo la leña ardía. 


Emily, Emily, ayúdame por favor. ¿Es que no me escuchas?.


-Anda perezosa vamos a desayunar. 

Las tardes



 En la azotea tenía plantados preciosos geranios. Si sobraba algún espacio, menta y perejil.

La luz del sol por la ventana al mediodía se reflejaba en el techo; me quedaba despierta contemplando el carrusel de luces recorriendo la habitación medio en penumbra.
Los martes, y miércoles el pastor visitaba la casa, y la oración culmina las tardes.
No hay día en que no recuerde aquel entrañable hogar. Cierro los ojos, y contemplo   la cajita donde sigue su sonrisa.

El morir.



 Las escalinatas que a un lado, y al otro habían sido desplegadas y con el armazón de un cemento gris, esperaban a que los miles de pasos dejaran las huellas impregnadas en cada peldaño, el constante pisotear casi humillante, sin rastro de benevolencia; siquiera un respiro, por lo tanto era igual que un pasaje bíblico, realmente eso era, un folio escrito con la certeza de que todo lo que contenía era cierto: peldaños a un lado, y otro dando la bienvenida a lo que sería un tratado firmemente acordado durante todos los siglos en que hubiese existido la gran nave que gira en un espacio inmenso de Pléyades; un acuerdo unánime, si. Obuses circundan el cielo dejando estelas de fuego; la atestada ciudad se inunda de crispación, de humeantes chimeneas que escupen capas y capas de humo gris, y los mercados repletos de ojos buscando esto, o aquello. Al final siempre hay un acuerdo, un pasaje bíblico donde se escribe el último aliento, luego entonces el silencio, la última trova: fenecer.

De las conversaciones: rezar un rosario, y la lluvia

 

El jueves amaneció con algunas gotas de agua minúsculas, allí estaba la señora Armendia Lorca como si la tierra se la estuviera tragando, sus ojos se desbordaron igual que un vaso de agua que alguien por despiste deja rebosar. Tenía un rosario en las manos, pero no lloraba era una expresión propia de ella al contemplar desde el banco que ocupaba a dos personas en una conversación bastante subida de tono.

¿Qué estarían hablando?, el caso es que se detuvo en tres Avemarías, y una gloria. 

Las vicisitudes de cada cual, el modo de pensar, o de ver las cosas, incluso la vida es algo ignoto, es cuestión de heredar muchas generaciones atrás, por lo tanto ahí estaban acaloradamente hablando.

Armendia Lorca no se movió del banco hasta que las dos personas se fueron, porque eso sí, la curiosidad de ella era como un gran agujero en la tierra, de modo que, hasta que no marcharon, los tres Avemaría, y una gloria se detuvo totalmente. Decidió sacar de la bolsa un bocadillo de sardinas, alguna fruta, y como ya hacía bastante tiempo que no echaba nada a la boca devoró todo sin quitar ojo de aquella escena que le pareció bastante entretenida: un entretenimiento inesperado, pero agradecido. Sintió lástima porque aquella escena había terminado.

Ahora las gotas eran gordas, y redondas, pero Armendia Lorca estaba a buen recaudo: había una especie de techumbre y debajo el banco.

Enunciar Misterio y un Padre Nuestro...

jueves, 29 de abril de 2021

El cuadro púrpura

 


Y el cuadro también se limpiaba quedando reluciente, igual que las ventanas y las lámparas; pero nadie de los que vivían en la casa advirtieron su contenido: un atardecer ocre sobre las montañas picudas, un lago manso y cristalino que abraza como una madre, y allá, en la esquina, unos juncos erguidos como guerreros. Asfódelos, lirios, jazmines con pinceladas muy suaves. El beso de dos amantes zigzaguea en ondas aquí y allá, sutilmente recorren el lienzo dejando un rastro de caricias, ondas púrpuras. Incorpóreos, ausencia de tiempo, serena quietud...

 



miércoles, 28 de abril de 2021

Como alma ausente.

 


Y volver por caminos de arroyos infértiles,

como alma ausente dando golpes de pecho.

Serán mis ganas por querer alcanzar,

ese dulce almizcle que de tu boca saliva.

Y volver por caminos de arroyos infértiles,

ataviada de gris, (Tugurios donde vivo),

comprando tus ganas, vendiendo mi cuerpo.





Nunca serás.

 


Nunca serás el lecho que quise,

ni serás el arroyo.

Nunca serás el pozo de mis deseos,

ni serás el último beso.

Y quise en tu pecho dormir,

por tenerte una vez  vendí mi alma al diablo.

Y quise de esos ojos tuyos tener la cálida mirada,

más siquiera fue. (El tiempo se cruzó entre dos).

Tú aquí, yo lo que fue, el pasado.







De recuerdos, adversidades, y sueños.

 


Como quiera que sea, y cual soplido ahuyenta a las torcaces, los alisios resurgen detrás de las picudas montañas, son manantiales de brumosas sedas que acompañan los turbulentos pasos de esas corrientes de aire, sin vestíbulos, nada que opaque. La taza de   leche humeante es precedida por todos los años: su  tic,  tac,  de estaciones; de más o menos plenitud, de esos farolillos brillantes que llenaron la casa y las casas contiguas de la familia.

 La misma taza permanece en la esquina sobre la mesa, ¿La misma mesa de antaño? No. Es una nueva mesa con nuevos días, y la estela que surge de la taza es  tibia, olorosa, dulce, cuando anega el fondo de la porcelana comprada en el mercadillo de los domingos, en la tienda de lona de los Tac.

 La vasija ovalada sobrevive vestida de  esos almendros en flor que en primavera florecen desplegando sus hojas perfumadas, pequeños ovillos rollizos que se despereza cuando el incipiente sol surge entre las rocosas y puntiagudas montañas milenarias, es cual precepto imposible de vulnerar, y semejante a la corriente de un río repleto de resonancias, de una magnitud caudalosa imposible de frenar, es un contrarreloj hasta el inmenso piélago. Entonces ella pensó en los otros años que surcaron los otros días; porque las estaciones que se fueron  no se repiten, ni el búho que cruza el jardín con la benevolencia de su vuelo en verano: el repiqueteo de los platos en la cocina y el bizcocho de las tardes, en invierno.

 Ahora el bizcocho no sabría igual, aunque los ingredientes sean los mismos y las medidas justas. Las cerezas adornando. No. El sabor es de este tiempo en una primavera incipiente. 


Sostiene el álbum de fotos y  sonríe- ¡Cielos el bizcocho se hornea demasiado!- Justo ese pensamiento, justo esa afirmación ya no sería la misma, no significa lo mismo.  Retiró del horno el bello y esponjoso dulce ribeteado de campanillas rojas y volvió la sonrisa. Las manoplas protegerían sus manos, igual que cuando de pequeña intentaba conciliar el sueño temiendo que de un momento a otro asomara por el arco de la puerta la negrura de aquella apariencia. Era consciente de ese pensamiento que revoloteaba dando giros en su interior para salir fuera disparado, para que ella al fin pudiera suspirar, pudiera coger aire, y saber que nunca más volvería para llevársela.


Cerró los ojos y deseó que fluyera la respuesta- debe salir, debe salir- y eso golpeaba una y otra vez, igual que el repiqueteo de las campanas de la iglesia.


Una ola de aire igual que una lengua se coló por la cristalera, igual que una lanza, atravesó la salita y terminó clavándose en los rincones de la cocina  en giros, esto  hizo  que se determinara en colocar la repostería en la mesa con hule. Fue una bofetada de aire brumoso la que provocó que tomara consciencia de ese instante en que permaneció en una catarsis deseada.

 La casa familiar se componía de una antesala, tres habitaciones, una gran sala donde se reunían para la comida. La cocina tenía una ventana que daba al patio de geranios y de petunias. Una hilera de escalones terminaban en una especie de buhardilla que daba a la azotea, era pues donde ondeaba la ropa blanca: los vestidos, las camisas de los hombres de la casa. ¿Alguien pudo desear tanto unos zapatos rojos de fino tacón?, y más aún por el lugar donde se hallaban (un baúl ocre con todos los secretos de  (Aracely).

 A veces el deseo puede llegar a ser obsesivo, puede llegar a ser un pensamiento planeado para llevar a cabo una cosa, en este caso abrir el baúl a hurtadillas y apoderarse de los zapatos; o bien hubiera sido mejor si la tía se hubiera recogido pronto de este mundo, entonces no tendría porqué ser un hurto. Todo permanece dispuesto para coger cada cual lo que más apreciara- Un crío  puede ser cruel, puede desear la muerte de alguien, pero en realidad no sería una acusación de algo horrendo, digamos que es como pasar por un escaparate repleto de juguetes, de toda clase de abalorios, entrar y simplemente llevarse lo que a uno se le antoja, un  crío  piensa eso como algo que está a su alcance, algo que simplemente se expone ante sí  para tocarlo, para descubrir sus colores, o sus formas.

 En medio de la oleada de vivencias, de recuerdos  como flashes  dejó las manoplas una encima de la otra  en unas de las repisas donde dormían.

 Una cuerda de bramante separaba una línea ilusoria donde una imagen surgía, la misma del bizcocho recién hecho, oloroso, expuesto ahí, sobre la mesa con mantel de hule, y le seguía la otra imagen del mismo dulce, pero esta vez habría sido degustado, y las cerezas que lo adornaban habrían desaparecido.  En su insomnio se sentía atacada, se sentía vulnerable a los duendes que desfilaban uno tras otro, y se pegaban a sus oídos vaciando un río de preocupaciones que se deslizaban igual que un tobogán: a veces era un lago cristalino, sosegado, lleno de peces de escamillas de un verde brillante, emergiendo a la superficie para insuflar un soplo de aire, y luego desapareciendo a ese mundo acuoso, donde el silencio es interrumpido por el sonido de las turbinas  de algún piróscafo. Pero cuando el tobogán se llenaba de pequeñas entidades directas al oído, recorriendo lo recóndito; lo que ahora era vulnerable, herían mortalmente su alma. Lo acaparaban todo, roían; escudriñaban dejando surcos y rastros que perduraban hasta que de algún modo iban cicatrizando, aunque la huella no desapareciera del todo, igual que una mancha difícil de quitar.


 Su pensamiento, su discurrir interior permanecían en una constante vigilia hasta que la luz de un sol incipiente entrara por una de las ventanas; hasta que los jilgueros, los vendedores ambulantes, y las bocinas de los coches hicieran que los duendecillos huyesen por cualquier sitio, ya sea una puerta, o ya sea atravesando una pared. Quizás si hubiera tenido un pequeño jardín con su camino alrededor adornado con violetas dándose la mano, quizás, habría cogido  la regadera y las había lustrado con el cristal del agua de una manera especial, sensible, candorosa, igual que una madre se regodea de ver a sus hijos bien vestidos, peinados y sonrientes. 

En algún otro momento pensó en aquel señor de la esquina que vivía en un cuartucho  al lado de un drago, justo enfrente de las viviendas, justo enfrente de los ojos del vecindario.  En lo alto se posaban las torcaces acicalando su plumaje ajenas a todo; ajenas a las sábanas que ondeaban, ajenas a los ladridos de los perros, ajenas a los vendedores ambulantes. 

Josué se marchó cuando dormía, en pocos metros cuadrados, en el silencio de la madrugada: nadie oyó su agónica voz, nadie estaba ahí para ver cómo exhalaba un último soplo. ¿Qué podría revelar cómo vivió Josué?, ¿Alguien supo si realmente fue todo lo feliz que uno pueda ser?-pudo haber sido un marinero en la pesca de bajura,  donde las sardinas brillan en todo su esplendor con su lomo  chispeante  igual que la luz de una piedra de ágata, o por ende fue un profesor, o un escultor, como quiera que sea se fue igual que nos vamos todos algún día. En unas pocas ocasiones le había visto pasar delante del jardín pareciera que cojeaba de un pie, con una gorra gris de visera ocultando la redondez de su cabeza y los ojos. Le  hubiera gustado preguntarle, qué tal el día hoy, cómo se encuentra, necesita algo, esas preguntas se quedaron sólo en su pensamiento, no fueron pronunciadas y Josué nunca giró la cabeza para contestar; nunca se detuvo para hablar. Al fin y al cabo sólo era un mendigo, un hombre solo. Cuán poco humildes somos, qué fácil es callar las palabras que no salen de las bocas, que se quedan dentro perforando cada día un poco más las vísceras…

Se hubieran contado  uno al otro algo de sus vidas: él le hubiera dicho que era hermosa, que había sido una buena madre, hubiera posado sus manos en las de ella en el jardín justo una noche de verano, justo arriba la luz de Venus regalando la estela plateada a todos los tejados, y a las copas de los dragos y estos serían si cabe más bonitos; parecerían un ramo de confetis, o una explosión de aplausos y esos aplausos abrazaría todo el florido lugar.

 Ella dejaría cobijar alguna lágrima furtiva que caprichosa habría resbalado y después de surcar la comisura de su boca se recostaba en las manos de él; pero todo se limitaba a observar un lienzo, nada de esto sucedió por aquellos días. Solo fue un lienzo más de los que ella observó durante un tiempo, o quizás sin saberlo ya habían hablado en sueños.

 Amar es dolor es un dolor profundo, un dolor callado; compunge, aleja. Distorsiona la realidad, deja huecos insalvables; y a veces el trigo que se siembra, muere. Apoyada en el borde de la balaustrada pensaba en todo eso; en el mendigo, en el amor. Buscaba en su cabeza la pregunta, y no tenía respuesta. Amar es dolor es un dolor profundo; aún no era consciente de ese pensamiento que revoloteaba dando giros en su interior para salir fuera disparado, para que ella al fin pudiera suspirar, pudiera coger aire.



 Cerró los ojos y deseó que fluyera la respuesta- debe salir, debe salir- y eso golpeaba una y otra vez, igual que el repiqueteo de las campanas de la iglesia…





 








Ciudades que atrapan.

 


Paul Desmond, dijo Almudena Tierras cuando escuchó el sonido de la trompeta. Eso fue un verano en el que había decidido pasar unos días de vacaciones en Verona.

Hizo amistad con un comerciante, y con una señora de esas que  cuando caminan abarcan calles estrechas por el modo en que sus caderas se balanceaban. Se dedicaba a pintar cuadros: pinceladas dispersas con formas geométricas con los bordes bien marcados. 


Verona se quedó con Almudena Tierras.


 



martes, 27 de abril de 2021

Bernarda Cortés

 


Por la disposición de la cesta pensaría que los tomates estarían listos para servir. Aliñados en platos blancos, con ajo y aceite. La señora Bernarda entraba y salía de la cocina, afanada, con un paño entre las manos, un paño algo sucio, porque quizás no se limitara a dejar en el fuego una sola olla, probablemente habrían tres fuegos lanzando sus llamas al mismo tiempo. Habría un solomillo en uno de los calderos, atado, con precisión, para que no escapara ninguna hebra que desmoronara el redondo aspecto, que una vez cocinado, llevaría como adorno un ramillete de perejil troceado. Estaría al acecho, removiendo de vez en cuando. Y los otros dos fuegos con sus calderos llevarían trozos de boniatos, y en el último: tocino, verduras, hojas verdes…

Detrás, en el patio, un tropel de sábanas pendiendo, mecidas por una brisa de aire fresco.

La discreción de Bernarda a la hora de salir y entrar y de vapulear el paño era nula.

En las casas con cocinas grandes y con una gran ventana, que da a un patio de naranjos y una fuente, sobran las razones por las que, y en este caso, Bernarda siquiera conocía lo que significaba ser discreta. Naturalmente que no lo era, tres guisos al fuego, y la felicidad en el rostro de ella. ¿Porqué habría de ser discreta? No renunciaría a ese máximo placer, el de entrar en aquella cocina, y recrearse con los útiles: cacerolas redondas, otras algo abolladas, cucharones, y una larga y bella fila de cucharas y tenedores, y cucharillas, y cuchillos. Y su mandil, de un estampado peculiar, un mandil con figuras geométricas unidas en forma de anillos, cada uno de diferente color.




Ovidio Aguas.

 


A Ovidio Aguas la vida era siempre un paseo. Y como tal nunca tenía prisa, siquiera cuando se le hacía tarde, porque tarde nunca estuvo en la vida de Ovidio Aguas.

Tocaba el banyo en un grupo donde el blues era protagonista, y les acompañaba Louis como cantante solista .Era algo más que música. Era la triste vida, las lágrimas que recorrían el rostro de aquellos hombres y mujeres que fueron arrebatados de su tierra para obligarlos a otro modo de vida, sin libertad, ganado, sólo eran ganado.

Pero la rebelión de todas esas personas se transformó en letras, y luego en canciones: la música hablaba y hablaba en cualquier rincón. Esa fue su protesta. Se introdujo en las cabezas de todos, arraigándose, brotando raíces, tan fuertes que jamás desaparecerían. 


Después que Ovidio Aguas dejara el banyo a buen recaudo, se iba cerca del malecón a contemplar el mar.

Allí se quedaba durante unas horas con los ojos llenos de vida, contemplando la hermosura de las olas. 


 




lunes, 26 de abril de 2021

Octubre maldito.

 


Eran las cinco de la tarde, los dolores de parto de la muchacha iban aumentando. Estaba en un clínica muy famosa. Su esposo esperaba fuera. Llegada la hora la prepararon y se la llevaron al paritorio, allí comenzó la pesadilla, porque aunque se hallaba en compañía de dos matronas se sentía abandonada.

Le habían dicho que estuviera tranquila, que no pasaría nada, y que como era primeriza seguramente sus mimos harían que gritara, y alborotara a las demás parturientas. Pero no fue así.

La muchacha no dejaba de llorar, y los dolores se acrecentaban cada vez más rápido, así estuvo cinco horas. Rebeca, una de las matronas le volvía a repetir lo mismo, pero por mucho que la joven intentara portarse bien, aquello ya era un infierno. 

Habían llamado al cura Domingo Aguirre que casi vivía en aquella clínica maldita. 

Es sólo por si hiciera falta porque todo irá bien decían las matronas, en el cuarto de al lago, mientras fumaban y bebían café.

Pasados unos veinte minutos Domingo Aguirre entró en en cuarto, con los hábitos a medio poner. Estaba durmiendo la siesta y le faltó el crucifijo, y los zapatos, también llevaba el pelo como los estropajos.

Ante los terribles gritos de la muchacha entraron en el paritorio, Domingo Aguirre bostezando y buscando el crucifijo.

Ambas matronas se dieron cuenta de que ya era demasiado tarde: la criatura había nacido muerta por falta de oxigeno, porque nadie acudió mientras se esforzaba junto a su joven madre por venir a este mundo.


Lo envolvieron en una mantita azul y lo colocaron en una pileta. Ya estaba morado. Sus ojitos cerrados. Y la resignación de no poder ver cómo se podía vivir.


Algo temerosas tardaron un buen rato en llamar al médico.

Irene, hija, el niño ha nacido muerto, sabemos que es una noticia muy mala para ti, pero suele suceder. Verás que te irás a casa y todo pasará, volverás a concebir.


Pasados unos dos años aparecieron los cuerpos de las matronas descuartizados, como si una manada de perros se las hubieran comido a mordiscos.


Les hubiera gustado el nombre de  Demian en el caso de que todo hubiera ido bien. 


Pobres mujeres.





La desnudez del alma

 

Y allí estaba. Una butaca con la ropa de alguien, y en uno de los bolsillos una flor seca: una chaqueta de amplias solapas, unos pantalones anchos, fruncidos a la cintura. Probablemente alguien se olvidó de dejarla  en el ropero de modo que llevaría ahí mucho tiempo. Las estaciones, el modo de vida de los transeúntes. Las tiendas. El mercado, la lonja. Todo ello seguía habitualmente el reloj del tiempo, pero la ropa en la butaca no. Allí quedó expuesta, como si alguien en algún momento hubiera querido expresar sentimientos, o tal vez añoranza por alguna persona, amante, amigo, o pudiera ser la ropa de un notario, o de una gran actriz, el caso es que permaneció durante años mayestática. A falta de un rostro, de unas manos, de una piernas y torso, se hallaba en el limbo, porque siquiera sabría un montón de trapos quién sería. 

Las ratas habían roído el borde de los pantalones con pequeños mordiscos. Cuando era invierno y la lluvia arreciaba fuertemente contra el cristal se escuchaba un lamento. 

-Alguien suplicaba por volver.


-¿Quién le ha contado esa historia?-


-Nadie, lo sé, siempre lo he sabido, y lo he visto-


-¿Al que suplicaba?-


-Si. Soy yo.-





jueves, 22 de abril de 2021

Más, no coloquéis torre, tras torre las mentiras

 Y me volví a contemplar desde aquel caudaloso, frenético río,

son aquellas Pléyades, ¡Oh! Qué esplendor mi propia raíz hendida,

en la vasta llanura, ayer frisos de esculpidas esculturas: el presente, devastador.

Cirros rojizos y zarpazos en los huesos hambrientos de libertad,

las calaveras chiquitas sin teta que amamanten. Espolio. Fantasmas en las tumbas.

Y me volví a contemplar desde aquel caudaloso, frenético río.




Más, no coloquéis torre, tras torre las mentiras,

dijo actuando ante tanto público,

una obra representando a un pueblo,

de ojos redondos, de sal las lágrimas,

al deslizarse por los poros de la piel.

Acabemos lanceros con la Ley del mal.



.



He caminado en el  borde filoso de mis propias pisadas.

Soy un continente, que clama justicia, por entre las hojas gigantes,

de los bosques y las ondas de los desiertos.

¿Quien se ha camuflado de ciervos?. 

La lengua de lava se ha desviado rociando de muerte,

a los impíos. Ha mordido la serpiente  los sueños.











La estrella de David se ha pronunciado,

se ha dormido entre las bandadas de pájaros sin norte.

Se le ha roto la vestimenta a la esperanza, crujen sus alabanzas,

como dolor en sus carnes…Una herida grande en la pared

Un terremoto de camellos levanta polvo de la gran alfombra,

dame una salida, dijo. Un herida tan grande en la pared.








Yo soy la gran casa oprimida por los tiranos. Abrevad, abrevad,

que no queda gota húmeda para tantos labios resecos.

Ahí llega un navío que en el cielo se alza,

por los tórridos caminos se precipita arroz, trigo, 

Abre postigo tu ceguera luz, que tengo hambre,

tengo hambre todo mi continente…




Con diez soles se bendijo la aquella tierra de faraones,

de espléndidos ríos pintados de verdes, fosforescencia.

Mi presencia se remonta a un sinfín de tiempos,

y mis colinas en ondas, y mis patios sobrepasando sus flores,

en escalada hacia el inmenso piélago de estrellas.

Crecí en medio de la nada en incesante empeño me cubrí de capa de raso.


De los cuentos : Mensito.

 



Había una vez una nube gandula cogía agua y siempre el galeón  anclado de los sueños recibía aquella bendita lluvia del cielo. Los piratas eran señores para nada violentos y habitaban el buque anclado de los sueños, y bajaban a puerto cada vez que necesitaban comida y otros menesteres, “Menso”, le decían con cariño al muchachito hijo de Doña Práxedes, la regenta de la taberna “Ojiblanca” rotulada en letras doradas. Como quiera que el muchacho propiciara las risas de lo piratas cuando le veían atizar fuerte las cabezas de los viejos en la plaza, con la vara de cedro, se apiñaban como los turrones en los ventorrillos acicalando sus grandes bigotes como los gatos, y husmeando los efluvios de los ñames y el cherne. Los dones de los que se le había dotado a cada uno de aquellos hombres rudos provenían sin duda alguna del país cercano, porque en aquel entonces se dividía el terreno en países, y cada cual había de tener la habilidad de mantener el cercado en buenas condiciones y el país de los piratas era un caos en medio de un mar grande. dioses del Olimpo y rosas amarillas, por eso habían sido bendecidos. Mensito había tomado una decisión un día cualquiera en los que el sol alarga los dedos y toca la punta de la nariz, había pues decidido dejar a su madre y marcharse con los hombres bendecidos y subir a la nave. Cuentan que cuando la gandula cogía agua Mensito la convertía en monedas de plata. Nunca nadie tuvo que alargar la mano para pedir gofio en ese país.








Entre primaveras

 

Cuando Briseida abrió la gaveta del escritorio lo único que pretendía era volver a ver el álbum de fotos. Se puso  un chal de flecos plateados. El sofá la acogió. Se hundió en el. 

Cuando llegó al final se detuvo un buen rato y con los dedos recorrió aquella fotografía. Y regresaron los momentos más gloriosos de su vida. Cuanto amor había. Unos cuerpos jóvenes unidos en una puesta de Sol; colores ocres ribeteando cada esquina. El sosiego de la primavera. El sabor de los besos. 

El recorrer el rostro: ambos deslizaban los dedos con tanto amor, sensibilidad, como si alguno de ellos no quisiera romper la magia, apenas rozar, y los besos, los besos como las mariposas que se posan levemente sobre las hojas en un jardín repleto de luz. 

Un día, solo fue un día. Pero eso bastó para que ese amor fuese un amor para toda la vida. 

La música de un piano la devolvió a la realidad. 

Y fue como si aquella primavera se hubiera hilado fuertemente. Una hermosa tela de araña donde los muchachos se perdieron del mundo.


¿Quieres un té?


No, no quiero un té, quiero una primavera, quiero volver...





miércoles, 21 de abril de 2021

Cuando la noche se quedó sin Luna.

 




Llueve con fuerza, es medianoche, y está oscuro. Mi auto se detiene probablemente le falte combustible.


Con fascinación observo  como mi busto ha crecido enormemente y se desborda por falta de espacio. -Me gustan: son preciosos, juntitos y bien formateados, pensé-.


Estaba realmente exultante, deseosa, frívola.  Por mis venas corría la sangre silbante, como un torrente salvaje y sin freno.


Un silencio  había  irrumpido; pero al  instante se escucha: Dancing in the dark, de Chet Baker.- No sé qué pasa, dudo que sea mi mundo, quizás no es real, -me pregunto.


Decido salir al asfalto, una gélida brisa envuelve mi cuerpo. Alguien muerde con ahínco mi cuello desnudo. Por unos momentos pierdo  la consciencia, y cuando despierto me encuentro  de costado en la parte trasera de mi coche. Ahora, además de mis voluptuosos pechos, poseo unos enormes colmillos blancos, y relucientes. Desde entonces duermo de día, y despierto en la noche, llena de vitalidad.


La Esfera Cultural: Aniagua: prosa con poesía

La Esfera Cultural: Aniagua: prosa con poesía: #ElBlogDelViernes Nos tiene acostumbrados. Bien acostumbrados, diría yo. Su presencia por aquí, por La Esfera, es habitual, discreta....

martes, 20 de abril de 2021

La esbeltez del trigo.

 


Fue a mediados del siglo pasado cuando mis abuelos se instalaron con sus hijos en las medianías, entre La Laguna, y Santa Cruz. Habían comprado unas tierras. Las cultivaron con el mimo de algo que se atesora por su importancia. Eran dueños de una casona bastante pintoresca: con balaustres, y un gran patio. Tres arcos construidos en bóveda.

Una escalinata ancha concluía lo que era la salida al camino, a ambos lados parterres cubiertos de flores: asfódelos, jacintos, lirios.


A mi abuelo le cayeron todas las estrellas sobre sus hombros, pero una maldición hizo que ya no fuera el mismo. La alegría de él, de sus ojos azules como el cielo se frustró totalmente, tanto, que dio la vida. Se apartó de todo, y de todos. Un mundo oscuro horadó su mente, rasgando cada célula, sometiendo su voluntad.

Vagaba por las habitaciones como un fantasma que arrastra resignado las cadenas. Aún recuerdo cuando se afanaba en las tierras. Recuerdo también cuando se fue: una despedida dolorosa, agónica. Nunca pudo desprenderse de esa otra piel. La maldición se había cumplido.


Y así, un día mi abuelo se marchó a la guerra. Un joven ingenuo que sólo sabía que la vida era para trabajar duro. Nunca pudo tener un cuaderno para anotar lo que quizás hubiera aprendido. Resignación, resignación, y nada más.

Nunca supo que habían mentes privilegiadas. Escritores como Vicente Adam Cardona, Benito Pérez Galdós, Caterina Albert, entre tantos, y tantos. Las letras que leyó fueron las de las cartillas de racionamiento. Cuando el hombre pisó la Luna siquiera lo creyó, no por ignorante, sino por bueno.



Los muchachos temerosos desembarcaron en un país diferente, unas tierras desconocidas. -¿Qué estruendo es ese?, dijo uno de ellos. Todos callaron.





En el frente veía cómo sus compañeros de batalla caían, caían en un silencio de muerte. Quedaron sus cuerpos mutilados, algunos con una expresión en el rostro espantosa, otros aún agonizando llamaban por sus madres pidiendo a Dios que les dejara morir para no alargar el dolor. Luego llegaba la calma, ausencia de vida. El olor a sangre se le quedó a mi abuelo hasta el mismo día de su muerte.



Georgina era la hermana de mi abuela. Ah, se acerca un temporal, dijo mi abuelo. Me iré de aquí, me iré, ella es como las empaquetadoras de plátanos, siempre ahí, empacando, empacando. Presente en la sala, en la cocina, en los dormitorios, volvió a decir.

Como si en realidad la presencia de la cuñada hiciese retumbar todo, una gran ola lamiendo las piedras, salpicando, aquí, y allá. Era una verborrea odiosa para él.

Precisamente Georgina dijo que habría que ir a por leña, siquiera sabría si mi abuelo ya, desde muy temprano, iría al monte, sofocada, alterada, eso dijo. Hacía ya un rato que se había alejado de ella, habría ido a los terrenos por ver la cosecha: papas, trigo, maíz.

No podía ser complaciente con el diablo. Un lago con nenúfares es un paraíso, pero ella no era precisamente eso. Debería irse al país de Hiperbórea, ¡debería!.


¿Me pasas la cesta del pan?, dijo Georgina.


-Claro, masculló mi abuelo sin mirarla a la cara.


Mi abuela dijo, en esos momentos en que la mesa era ocupada por los tres que tendría que ir a la tienda de ropa, en La Laguna, -A los muchachos les va haciendo falta, dijo.


-Alpargatas también, replicó Georgina.


A mi abuelo se le llenó el cuerpo de un salpullido, un gesto de asco mientras sorbía la sopa. -Si, eso ya lo prevemos, no hace falta que lo recuerdes, no hace falta, y ya iban cuatro, o cinco cucharadas, y dejaba caer el cubierto en el plato para llamar la atención.

Para que Georgina mirase y supiera que estaba de mal humor, que no era precisamente una fiesta compartir mesa con ella.




-Ah, la trilla, dijo mi abuela. Había una era donde el trigo se desaparecía con la trilladora. . Desaparecer los granos para dejarlos como una gran colcha ocre tendida, expuesta para ser admirada, toda una jornada para conseguir semejante belleza de la naturaleza.

Los chiquillos se divertían corriendo a un lado, y otro, con los cachetes encendidos como bombillas. Fastuosos días.

El gofio con pasas, y almendras, la rebanadas de pan de semillas. Los postres: bienmesabe, tartaletas de manzana; rosquetes de azúcar y anís; dijo eso mientras se vestía. Ya habían desayunado los chiquillos.


Pero jamás se irá a Hiperbórea, jamás, pensó mi abuelo mientras se colocaba la boina.

Y allí estaba, todos los días sentada en el sofá. Se hundía, se trasformaba en un ovillo, luego a la hora de comer dejaba de leer la prensa, se sentaba para la comida frotándose las manos. No tuvo hijos, no se casó. Es una solterona empaquetadora de plátanos. Eso decía siempre mi abuelo.


-¡El volcán, el volcán!, Mi abuela atenta a la televisión, preocupada.


-Ahora la lava sale ardiente como si fuese el infierno, dijo mi abuelo.


- ¡Dios mío!, menos mal que no estamos en esa isla, dijo Georgina.


La noticia era una exclusividad, porque ellos tenían la televisión allí en la casa, para ellos.

No pensaban si alguien más podría tener la suerte de ver cómo pasaban las cosas, y en ese momento sólo era para ellos, todo un volcán escupiendo lava para ellos.

De modo que prepararon café, mi abuelo lo celebró con un puro cubano. ¿Era para festejarlo?.


Dicen que han trasladado a mucha gente a la capital, dormirán en casetas de campaña, serán varios días, seguramente. Eso dijo mi abuelo mientras aspiraba el humo del tabaco y luego lo lanzaba en círculos que se diluían a lo largo de la cocina, una cocina que era comedor, y sala. Aquellas noticias eran muy importantes, por eso permanecían atentos, sin quitar los ojos de la pantalla como si al cielo se tratase, un cielo repleto de estrellas fugaces, meteoritos, agujeros negros.





Cada cual con sus cosas: Georgina tejiendo, mi abuela con los brazos cruzados atenta, muy atenta. Mi abuelo entraba y salía, iría al patio de flores y bajaría la escalinata, se pondría las manos en la cintura- ¡Cuanto sufrimiento!. La guerra le había dejado una marca muy difícil de borrar aunque tratase de dormir más horas. ¡Ah la guerra!. Allí quedaron los cuerpos apartados de todos, jamás se hizo un funeral. Ahora sus calaveras lloran y piden justicia. Cerró los puños. Escuchaba a las hermanas, seguían pendientes de todo lo que por aquella caja mágica brotase..


-Pero las tierras aún no se han dividido, dijo mi abuelo.

Quería que Georgina lo escuchara, que entendiera todo eso. Las tierras divididas, cada una de las hermanas con su parte.

¿Pero y las tuyas?, volvió a decir la empaquetadora.


-Las mías son mías, con un gesto malhumorado mi abuelo respondió.


-Antonio tienes que ir a por leña al monte, dijo mi abuela.


Asintió, calló. Volvió en la tarde con el carro y los malditos recuerdos...


























Y sin por algún motivo...



Y si por algún motivo de esa estela,

al brillar en el piélago puedas dibujar

mi nombre con la punta de tus dedos,

deja que me quede en tus manos.

Deja que pueda dormir contigo,

abrazada al olvido.

Y sin por algún motivo de esa estela,

al brillar en el piélago puedas también

dibujar tu nombre, sería entonces

la infinitud de nuestras almas que,

en un gozo permanente quede.




No soy esa mujer que veo en el espejo,

más bien la que la rebeldía ha enfermado,

mi pecho.



Hoy se ha despertado de la miles de ostreas 

que en lo profundo del mar duermen,

la que un día se cerró con los miles de besos

que nos dimos los dos... 



 

lunes, 19 de abril de 2021

Blanca y radiante.



Estaba tan guapa. Los lirios adornaban la capilla, y en sus manos translúcidas una rosa blanca reposaba sobre un lecho de hojas verdes.

La luz del sol se adentraba por la vidriera, y las irisadas tonalidades acentuaban la belleza del  rostro  que permanecía plácido e imperturbable.


Quedaban atrás los recuerdos de la niñez:  los besos y mimos de mamá y papá; las caricias, y las miradas que se cruzaban ilusionadas en la adolescencia.



Quedaron sepultados los llantos, las noches de miedo; los días en que llevaba demasiado maquillaje para ir a la compra, y tenía que dar alguna explicación al pescadero o al frutero.

Un doble de campana y el templo quedó vacío. Se la llevaron por la vereda, al cielo...


Lamento.

 




Cae la tarde, a contraluz aún se ve el ocre del sol que desaparece para dejarse caer al otro lado del mundo. El quicio de la ventana me ofrece una mano y apoyo mi brazo;  el drago se yergue igual que una pirámide, permanece estático envuelto en anillos que el tiempo talla, y que revela que ha observado casi todas las estrellas y casi todos los amaneceres. Sus finas hojas se bambolean y parecen miles de aplausos;   el susurro del aire penetra en un vórtice turbulento acariciando la bella escultura. Dos gatos se pasean en la yerba en un sonoro ronroneo, terminan alejándose cuando comprueban que la cena no está en ese lugar.

Una fina capa de lluvia esparce gotas de ámbar y en cada una de ellas, todas las lágrimas que  tiene el cielo. Rezuma el almizcle de las rosas, de los lirios y poco a poco avanza la oscuridad y  se recuesta sobre el inmenso piélago de estrellas.



Un portazo espanta algunos mirlos que pasaron la madrugada en la copa del drago, y ese mismo estruendo retumba en mi cabeza igual que una daga cuando se clava en el corazón, y vuelve entonces la escena que me hace agonizar una muerte lenta de sentimientos. El monstruo negro abre sus fauces y vomita todo lo que temo, lo que inquieta mis largas horas de hastío, de soledad. Es una muerte lenta que traspasa mi pecho miles de lanzas frías como carámbanos...






Lamiendo espaldas

 




 El rojo carmín se difuminaba en labios ajenos entre gemidos y llantos, igual que un cardumen de peces los hombres se agrupaban para poseerla, era la diosa de la noche: menuda, graciosa, pero con una voluptuosidad que emanaba intensos efluvios que traspasaba la línea del bien, y del mal. Bastaba con tocarla para sentir la impúdica atracción, un jadeo de improperios se escapaban de sus labios,  mientras contorsionaba apasionadamente su cuerpo en una danza perfecta.



Estar con ella significaba alcanzar la cima del cielo, cuando el carnoso eréctil friccionaba estallando en miles de partículas de inmenso placer. Cabalgar en ella era igual que surcar un inmenso mar azul, irisado; sentir la brisa fresca del viento, navegar entre olas ondulantes, sumergirse o planear como los albatros hambrientos clavando sus garras. Sorbía la sangre, lamía espaldas, pero la diosa sólo tenía un sillón lleno de silencios cuando se despojó de caricias prestadas, de momentos...

 


viernes, 16 de abril de 2021

Una lágrima furtiva

 




De pronto su mundo se había transformado. La realidad era otra, sus pensamientos bailaban desorientados. Era un niño. Me gustaba cuando en algún momento soltaba una carcajada desenfrenada, o juntaba sus manos ajadas en un aplauso descompasado.

Sus pequeños ojos negros daban vueltas buscando quizás algún lugar o también aromas que refrescaran su perdida memoria.

Los jueves tocaba paseo por la avenida, los árboles de hojas caedizas dejaban una alfombra dorada; sonreía al caminar por la hojarasca, el ruido que producía llegaba a su mente buscando alguna conexión con el pasado, con su niñez.

Él me dio la mano cuando empecé a recorrer la primera vereda. Y ese olor suyo, ese calor humano se fundió en un solo latido.

Se fue con los almendros en flor, con la música de las chácaras y con mi beso en su fría frente.


Ballade pour Sophie

Ballade pour Sophie

Se habían despedido el mismo día en que se encontraron, solo que, ninguno de ellos lo sabría hasta pasado unos años, en que, l...