Fue
a mediados del siglo pasado cuando mis abuelos se instalaron con sus
hijos en las medianías, entre La Laguna, y Santa Cruz. Habían
comprado unas tierras. Las cultivaron con el mimo de algo que se
atesora por su importancia. Eran dueños de una casona bastante
pintoresca: con balaustres, y un gran patio. Tres arcos construidos
en bóveda.
Una
escalinata ancha concluía lo que era la salida al camino, a ambos
lados parterres cubiertos de flores: asfódelos, jacintos, lirios.
A
mi abuelo le cayeron todas las estrellas sobre sus hombros, pero una
maldición hizo que ya no fuera el mismo. La alegría de él, de sus
ojos azules como el cielo se frustró totalmente, tanto, que dio la
vida. Se apartó de todo, y de todos. Un mundo oscuro horadó su
mente, rasgando cada célula, sometiendo su voluntad.
Vagaba
por las habitaciones como un fantasma que arrastra resignado las
cadenas. Aún recuerdo cuando se afanaba en las tierras. Recuerdo
también cuando se fue: una despedida dolorosa, agónica. Nunca pudo
desprenderse de esa otra piel. La maldición se había cumplido.
Y
así, un día mi abuelo se marchó a la guerra. Un joven ingenuo que
sólo sabía que la vida era para trabajar duro. Nunca pudo tener un
cuaderno para anotar lo que quizás hubiera aprendido. Resignación,
resignación, y nada más.
Nunca
supo que habían mentes privilegiadas. Escritores como Vicente Adam
Cardona, Benito Pérez Galdós, Caterina Albert, entre tantos, y
tantos. Las letras que leyó fueron las de las cartillas de
racionamiento. Cuando el hombre pisó la Luna siquiera lo creyó, no
por ignorante, sino por bueno.
Los
muchachos temerosos desembarcaron en un país diferente, unas tierras
desconocidas. -¿Qué estruendo es ese?, dijo uno de ellos. Todos
callaron.
En
el frente veía cómo sus compañeros de batalla caían, caían en un
silencio de muerte. Quedaron sus cuerpos mutilados, algunos con una
expresión en el rostro espantosa, otros aún agonizando llamaban
por sus madres pidiendo a Dios que les dejara morir para no alargar
el dolor. Luego llegaba la calma, ausencia de vida. El olor a sangre
se le quedó a mi abuelo hasta el mismo día de su muerte.
Georgina
era la hermana de mi abuela. Ah, se acerca un temporal, dijo mi
abuelo. Me iré de aquí, me iré, ella es como las empaquetadoras de
plátanos, siempre ahí, empacando, empacando. Presente en la sala,
en la cocina, en los dormitorios, volvió a decir.
Como
si en realidad la presencia de la cuñada hiciese retumbar todo, una
gran ola lamiendo las piedras, salpicando, aquí, y allá. Era una
verborrea odiosa para él.
Precisamente
Georgina dijo que habría que ir a por leña, siquiera sabría si mi
abuelo ya, desde muy temprano, iría al monte, sofocada, alterada,
eso dijo. Hacía ya un rato que se había alejado de ella, habría
ido a los terrenos por ver la cosecha: papas, trigo, maíz.
No
podía ser complaciente con el diablo. Un lago con nenúfares es un
paraíso, pero ella no era precisamente eso. Debería irse al país
de Hiperbórea, ¡debería!.
¿Me
pasas la cesta del pan?, dijo Georgina.
-Claro,
masculló mi abuelo sin mirarla a la cara.
Mi
abuela dijo, en esos momentos en que la mesa era ocupada por los tres
que tendría que ir a la tienda de ropa, en La Laguna, -A los
muchachos les va haciendo falta, dijo.
-Alpargatas
también, replicó Georgina.
A
mi abuelo se le llenó el cuerpo de un salpullido, un gesto de asco
mientras sorbía la sopa. -Si, eso ya lo prevemos, no hace falta que
lo recuerdes, no hace falta, y ya iban cuatro, o cinco cucharadas, y
dejaba caer el cubierto en el plato para llamar la atención.
Para
que Georgina mirase y supiera que estaba de mal humor, que no era
precisamente una fiesta compartir mesa con ella.
-Ah,
la trilla, dijo mi abuela. Había una era donde el trigo se
desaparecía con la trilladora. . Desaparecer los granos para
dejarlos como una gran colcha ocre tendida, expuesta para ser
admirada, toda una jornada para conseguir semejante belleza de la
naturaleza.
Los
chiquillos se divertían corriendo a un lado, y otro, con los
cachetes encendidos como bombillas. Fastuosos días.
El
gofio con pasas, y almendras, la rebanadas de pan de semillas. Los
postres: bienmesabe, tartaletas de manzana; rosquetes de azúcar y
anís; dijo eso mientras se vestía. Ya habían desayunado los
chiquillos.
Pero
jamás se irá a Hiperbórea, jamás, pensó mi abuelo mientras se
colocaba la boina.
Y
allí estaba, todos los días sentada en el sofá. Se hundía, se
trasformaba en un ovillo, luego a la hora de comer dejaba de leer la
prensa, se sentaba para la comida frotándose las manos. No tuvo
hijos, no se casó. Es una
solterona empaquetadora de plátanos. Eso decía siempre mi abuelo.
-¡El
volcán, el volcán!, Mi abuela atenta a la televisión, preocupada.
-Ahora
la lava sale ardiente como si fuese el infierno, dijo mi abuelo.
-
¡Dios mío!, menos mal que no estamos en esa isla, dijo Georgina.
La
noticia era una exclusividad, porque ellos tenían la televisión
allí en la casa, para ellos.
No
pensaban si alguien más podría tener la suerte de ver cómo pasaban
las cosas, y en ese momento sólo era para ellos, todo un volcán
escupiendo lava para ellos.
De
modo que prepararon café, mi abuelo lo celebró con un puro cubano.
¿Era para festejarlo?.
Dicen
que han trasladado a mucha gente a la capital, dormirán en casetas
de campaña, serán varios días, seguramente. Eso dijo mi abuelo
mientras aspiraba el humo
del tabaco y luego lo lanzaba en círculos que se diluían a lo largo
de la cocina, una cocina que era comedor, y sala. Aquellas
noticias eran muy importantes, por eso permanecían atentos, sin
quitar los ojos de la pantalla como si al cielo se tratase, un
cielo repleto de estrellas fugaces, meteoritos, agujeros negros.
Cada
cual con sus cosas: Georgina tejiendo, mi abuela con los brazos
cruzados atenta, muy atenta. Mi abuelo entraba y salía, iría al
patio de flores y bajaría la escalinata, se pondría las manos en la
cintura- ¡Cuanto sufrimiento!. La guerra le había dejado una marca
muy difícil de borrar aunque tratase de dormir más horas. ¡Ah la
guerra!. Allí quedaron los cuerpos apartados de todos, jamás se
hizo un funeral. Ahora sus calaveras lloran y piden justicia. Cerró
los puños. Escuchaba a las hermanas, seguían pendientes de todo lo
que por aquella caja mágica brotase..
-Pero
las tierras aún no se han dividido, dijo mi abuelo.
Quería
que Georgina lo escuchara, que entendiera todo eso. Las tierras
divididas, cada una de las hermanas con su parte.
¿Pero
y las tuyas?, volvió a decir la empaquetadora.
-Las
mías son mías, con un gesto malhumorado mi abuelo respondió.
-Antonio
tienes que ir a por leña al monte, dijo mi abuela.
Asintió,
calló. Volvió en la tarde con el carro y los malditos recuerdos...