El chocolate
se hizo beso
volvió
si?
Al pasar el tiempo en esta tarde tranquila que a lo lejos se divisa la gran montaña, un volcán descarado, altivo, hermoso, he querido escribirte una carta, esta carta que reposa en el buró, como cuando los besos se incendiaban para luego dormir en nuestros labios. He querido hablarte, si, hablarte de esta manera y llenar el folio de pespuntes, de esos que parecen hilos perfectamente hilvanados, he querido incluso mejorar la letra, y que ninguna palabra para ti se salga de ningún renglón. Todo perfecto, inmaculado, como cuando se ve el ave circundar el cielo, mi cielo, tu cielo.
Si supieras que cuando nos despedimos dijiste que habías perdido tu reloj de pulsera, pero que ya habías comprado otro, pues fui yo aquella mañana calurosa cuando ambos dejamos la habitación. Momentos antes lo había cogido, y guardado en mi bolso, ahora lo tengo justo al lado mientras te hablo con letras e imagino tu sonrisa tus manos, todo tú. Late igual que tu corazón: acompasado, delicadamente tú.
Nunca más supimos el uno del otro, pero el recuerdo se hace un jardín de magnolias, un lago cristalino, el devenir de aquellos días calurosos como el de esta tarde que perpetúa si cabe aún más lo que se quedó. Se quedó un propósito.
Quedaron aquellas noches de sosiego al dormir abrazados, exhaustos al no dejar ni un milímetro de nuestra piel sin acariciar, sin besar, si beber. No hubo lágrimas al despedirnos, no hizo falta, solo bastaba con habernos tenido unos días que fue una vida entera: dicen que en el cielo una vida entera es un pestañeo, ay, pero que me estoy poniendo romántica, y pienso que sigo siendo aquella joven de ayer, esta tarde soy la muchacha descalza soy un pozo de ilusiones, y al pensarte te vienes, te vienes derrochando ese perfume que me atrajo: el de tus ojos mirándome, tus zapatos tan limpios y tu pelo perfectamente peinado, ¿Qué pensabas, que yo no había reparado en ti?.
El espejo de enfrente me devuelve a la realidad, pero qué importa eso ahora. Igual estarás tú pintado de canas el cabello, pero con la misma sonrisa perturbadora de entonces. No sabes cuantas veces he dibujado tus labios al pensarte, al pasear por puente de madera que crujía de los miles de pasos de transeúntes. Dicen que se a apolillado, pero aún sostiene las prisas o las pausa de quienes lo transitan, a mi me sigue gustando porque debajo fluye el río que fuimos amándonos cada día.
Me pregunto qué será de tus días, probablemente seas feliz, igual que yo. Tendrás una familia que te quiere, igual que yo. Después de todo tenía que ser de esa manera.
Por aquel entonces el ruido éramos los dos. El viento y la lluvia éramos los dos.
Los trenes éramos solo tú y yo abrazados en el vaivén y al despertar una estación, una vía donde no había nadie, solo el rastro de nuestros pasos en el andén.
Tengo un café humeante justo al lado de tu reloj, lo dejo adrede por ver cómo se extingue el calor que desprende, el olor, el reguero de partícula aromatizando la habitación. Es tan confortable tenerte aquí, a mi lado, en mis letras, en tu reloj; en el café que tomábamos mientras reíamos, sorbo a sorbo, como cuando tumbados en el colchón al paladear la esencia de dos: arribándonos en el mismo puerto el de dos cuerpos temblorosos con el sudor en la frente de amarnos.
Gratamente volví contigo en cada renglón y tu conmigo hasta el final del papel. Sería injusto dejar de darte la mano, que te alejes y te pierdas detrás de aquel horizonte. No lo voy a permitir. Sería una traición de verbos conjugados en el candor de la hierba, y tu nombre, porque todo fue a propósito de todo.
Con las prisas de hoy en día se me había olvidado tenerte también con aquel vino rojo: verte con los ojos brillantes de juventud. Se me olvidó el chocolate de tus dedos recorrer mi piel.
Quizás ni llegues a leer mis letras, pero fíjate que esta tarde se me antojó volverte a ver...
El cielo se hizo abrazo
¿Dónde está la verdad?.
Aquí, allá.
Soy forastera
en mi tierra
Multitud de voces,
plegarias, son plegarias.
Ese abrazo se hizo amor
Ve y recoge sus pequeños
cuerpos.
Ya no tienen la teta.
Muertecitos están.
¿Dónde está la verdad?.
El cielo se hizo abrazo
dame mil para acunar.
Nadie sabe.
Dame esa copla
que la quiero, a dormir
con ella. Para siempre.
Tanto que dar y tanto
tanto dice aquel señor
poco dice la señora
Nadie sabe. Asoma
un angustioso esperar.
Esperar de Lunas y mares
la fronda acecha,
detrás de los lobos.
Dame esa copla
para dormir la quiero.
Lobos y corderos
la piel va cambiando.
Niña dime.
Acaso el mar te acuna
acaso tus manos
dibujan el Sol.
Si, yo también
acuno tus sueños
como si una ola
besara tus pies
Gaviotas.
Alas para volar, dijo la señora.
En el malecón esperan,
y también sobrevuelan
la lonja, y el mar.
¿Quién podría?.
Dijo alguien.
Volar, volar, volar.
Diluvio
Todas la noches se vuelven sueños,
Un mar se derrama dentro, de lágrimas,
Un atizar de terribles granizos...
Infringir
La ley bastarda que mata a los estados,
La falsa omnipresencia de un Dios,
promesas, promesas: un techo sin estrellas...
Alguien se dijo: asesina
En la oscura y silenciosa habitación,
De mesita negra con una tetera,
En el suelo la boca llena de pastillas para morir...
Tengo que no tengo
Desnuda el alma,
por descubrir nada.
Aflicción, derrota, miedo...
Folios en blanco
Superpuestos, uno a uno,
dentro la sangre molida de mis labios,
cuando suelto un grito, cuando se haya boceando un múltiple,
orgasmo...
Tuve la suerte
de estar
cosiendo horas
contigo
mis ojitos esmeraldas
mi risa perdida
tuve la suerte
de estar
Por la disposición de la cesta pensaría que los tomates estarían listos para servir. Aliñados en platos blancos, con ajo y aceite. La señora Bernarda entraba y salía de la cocina, afanada, con un paño entre las manos, un paño algo sucio, porque quizás no se limitara a dejar en el fuego una sola olla, probablemente habrían tres fuegos lanzando sus llamas al mismo tiempo. Habría un solomillo en uno de los calderos, atado, con precisión, para que no escapara ninguna hebra que desmoronara el redondo aspecto, que una vez cocinado llevaría como adorno un ramillete de perejil troceado. Estaría al acecho removiendo de vez en cuando. Y los otros dos fuegos con sus calderos llevarían trozos de boniatos, y en el último: tocino, verduras, hojas verdes.
Detrás, en el patio, un tropel de sábanas pendiendo mecidas por una brisa de aire fresco.
La discreción de Bernarda a la hora de salir y entrar y de vapulear el paño era nula.
En las casas con cocinas grandes y con una gran ventana que da a un patio de naranjos y una fuente, sobran las razones por las que, y en este caso, Bernarda siquiera conocía lo que significaba ser discreta. Naturalmente que no lo era, tres guisos al fuego, y la felicidad en el rostro de ella. ¿Porqué habría de ser discreta? No renunciaría a ese máximo placer, el de entrar en aquella cocina y recrearse con los útiles: cacerolas redondas, otras algo abolladas, cucharones, y una larga y bella fila de cucharas y tenedores, y cucharillas, y cuchillos. Y su mandil de un estampado peculiar, un mandil con figuras geométricas unidas en forma de anillos, cada uno de diferente color.
Llegué a casa a media noche, los gatos paseaban por el tejado y los mirlos se acurrucan en las ramas del drago, y el algún cardón...
Un punta pies y la puerta ya estaba cerrada. Pero aunque ya me había deshecho de esos malditos y preciosos tacones, aún quedaba la falda de tubo y la blusa con lazada, y las medias. Y las ganas locas de una ducha caliente, una ducha de esas que acarician cada centímetro de la piel y se hace un río que lame el rostro, y casi fustiga la cintura, la espalda, los muslos y más.
Borracha de todo me vine, me vine con las ganas de alguien que no quiere desaprovechar siquiera un instante de loca vida, de parlotear esto o aquello. Una copa, otra, una mirada, otra. Un gesto...
Me senté y las medias se deslizaron como cuando las gotas del rocío recorren la hoja, verde, húmeda acariciando, y cayendo al suelo, hasta posarse en la baldosa perlada de cuadros negros...
Recogí mi pelo con algunas horquillas, luego bajé la cremallera de la falda, veinte centímetros de cremallera roja: se quedó en el diván llena de lentejuelas, unas blancas, otras negras. Abrí las piernas y bostecé, el cansancio ya me podía, igual que me podían las copas, el humo, el ruido, la música de aquel saxo y sus labios, gruesos, y su mueca provocativa, qué manera de hacer música, más que música diría yo.
Quise terminar de desnudarme, tenía ganas de dormir, de relajarme, el corazón aún palpitaba, inquieto.
Casi me arranqué la blusa, salió volando por la habitación y graciosamente quedó en la esquina de la ventana, me pareció una bandera ondeando. Me hizo gracia, sonreí. Pero el hipo me provocó una tos absurda, tomé agua.
Luego me tumbé en el diván, qué gusto! Qué paz!... descolgué una pierna, y la otra, en lo alto del sillón. Volví a bostezar. Un mosquito revoloteó y se pegó en uno de mis pechos, me picó, !dios si me picó! Pero le di tos tortas y fue peor , porque me la pillé de lleno, y grité, tanto que la luz de la ventana de al lado se encendió, la cortina estaba echada y pude verlo, al vecino, sonriente, lascivo, con una mueca en sus labios para nada despreciable...
Después de que sufriera la picadura de la serpiente encendió un cigarro, y supo que iba a morir. Se alojaba en una casa bonita, quizás algo más lujosa que las que habían alrededor. Acostumbraba a andar con los pies desnudos, con una blusa sin botones y un roído pantalón de manchas oscuras…
Ese día el desayuno se compuso de leche de camella, de albóndigas de pollo, y un poco de queso duro y ácido. Vivió en la aldea veinte años, de los cuales, cinco, estuvo grave a causa de la mordida de un león o leona, nunca lo supo. Celebró muchas navidades con sus amistades, y con una tía loca que visitaba el continente cada vez que se acordaba.
Pero la vida y las circunstancias hicieron que terminara de ese modo. Con el vómito anegando su pecho, con las manos frías, con los ojos de demonio maldiciendo a semejante mala suerte y cabronada.
Ha vuelto de regreso a su tierra, pero ahora es ceniza…
Soy una sombra
errante
un día
cubierta de piel
y huesos
llegué a soñar
cuando descalza
y desnuda
deposité
mi cuerpo
en la arena
negra
Y quise ver
si eran sus huellas
y se me antojó
que eran
ese racimo de uvas
que son sus labios
y su pecho tibio
quise que fuese
mi refugio
Anduve de esquina
en esquina
en las madrugadas
dejé que mi cuerpo
fuera besado
enterito
el alcohol
hizo que fuera
feliz
por un tiempo
Luego más tarde
ya ni me importaba
ir sin bragas
Y vuelvo
a desear...
y vuelvo
He gritado en muchos
silencios
nadie se ha percatado
siquiera yo
Me he escuchado
soy un raro espécimen
a veces debajo de la almohada
dejo lluvia
otras, besos.
Las gotas de sangre acabaron en el vestido. El alfiler se había clavado en la mano profundamente , tanto, que quedó en la superficie la perla irisada.
Dorotea perdió el color de la cara. Perdió el sentido, casi. El tren devoraba árboles, campiñas enteras, y ella apenas si podía levantarse del asiento y caminar por el pasillo para ir al servicio.
El vestido manchado y el rostro sin color. Se abstrajo por unos minutos aguantando aquella tortura de los demonios porque enfrente se hallaba él, lo primero que le había llamado la atención fue su boca, carnosa. Luego recorrió su torso y terminó donde los dioses degustan uvas dulces y llenas de licor.
Renunció estoicamente la decisión de ir al servicio para aliviar el espantoso dolor, porque el alfiler seguía ahí, torturando, anclado a su piel y profundamente hendido.
No lo pensó y ella misma lo arrancó de un tirón, luego la sangre se encaprichó en dibujar en sus muslos: parecía un tatuaje.
Se quedó sentada y abrió las piernas soportando la agonía, pero insistiendo para llamar la atención de él. Y lo consiguió, porque ahora ya no sentía pena alguna, siquiera se acordaba del maldito alfiler. Aquella boca carnosa besó el rio púrpura y la lengua sin riendas se había ido justo al centro y no paró hasta la próxima estación.
Se despidieron. Él, en el andén, ella, sentada, con la perversa sonrisa...
.
Hoy llueve intensamente, llueve sobre los tejados, en la plaza. Llueve en el mar.
La señora de la gabardina verde se ha caído, y se ha dañado las rodillas, que ahora sangran.
La observo desde mi ventana. Llora y se refugia en una marquesina.
Me pregunto quién será, cual es su nombre. Qué vida tiene. ¿Actriz?, ¿Escritora?. Tal vez.
Hoy pretendo escribir un relato pero la inspiración no aparece, seguramente se ha esfumado bajo los corales verdes, donde las hadas.
Pero claro está, que también puede ser la dueña de la tienda de sombreros que está cerca de aquí.
Está decorada con un gusto muy elegante. Hay sombreros de todos los modelos. Sólo para señoras.
Hace unos tres años compré uno. Tiene un lazo azul marino y la cinta a juego alrededor.
Es curioso que una se detenga ante la ventana porque llueve, y se observa el acontecer diario. Aquellas palomas se amontonan alrededor de la mendiga que esconde sus pies debajo de la capa.
El Teide lleva un sombrero. Es por eso que hay tormenta. Envuelto su pico de una gran nube.
Claudine teje y teje. Es una bufanda multicolor. Nada hay que la distraiga, de modo que sigue con la labor. Se refugia debajo del porche, canta una nana. Una y otra vez.
Se me antoja ver cómo caen grandes gotas de agua que son bolas cristalinas, y cuando llegan al piso rebotan. Y así durante largo tiempo.
Tomás toca el piano. Tomás tiene noventa años. Estuve hace mucho tiempo enamorada de él.
Detrás de esa piel arrugada hay otra, y otra, y otra, hasta que como capas de cebolla se puede ver a un joven alto y guapo. Vivió su juventud en otra isla. Fue a la guerra.
La mendiga se ha ido y las palomas también. Pero no deja de llover.
La bufanda de Claudine es cada vez más larga. Ha llegado hasta la marquesina donde la señora que se dañó las rodillas.
Ella también se ha ido.
Un batiburrillo surge en la entrada del edificio, es un grupo de amigos que charlan esto y aquello. Mientras no deje de llover permanecerán ahí.
Suena el teléfono, pero no tengo ganas de atender. Otro día será, me dije.
Me hubiera gustado mucho tenerlo aquí con este maravilloso día de lluvia.
Pero también se fue.
La última vez que nos vimos fue en un viaje que hicimos a París.
Te espero en el andén cuatro, me dijo.
Él es como el día y la noche. Es una barca que navega libre. Es chocolate negro para mi boca. Es un día nublado, la niebla que rodea es él.
Suena el teléfono de nuevo. Ahora si, quizás sea él.
A contemplar quédeme
de esa luna pilla
un guiño
otro
otro
y se fue
nada más
Ni más quiños
ni más besos
Vuelvo al lugar
en que todo fue sueños
los ojos de niña se iluminaban
siempre. Era un tiempo que
se quedó para siempre.
........................................................
Siempre y para siempre, me dije
cuando entré y leí sus poemas.
Y es que me gusta tanto……
......................................................................
Mezo en mi corazón criaturas del mar
que se quedaron ahí en el fondo
y es que es tan horrible.
..................................................................
Vuélvete
y dime
si me llamas algún día
Eres tú?
No?
Cortésmente había posado, no sin su gato, que más que gato parecía una Esfinge. Las patas se aferraban a la mano de la señora de tal forma que, esta permanecía inmovilizada hasta que Alterio consintiera.
A ambos lados del canal las casas a esas horas reciben la luz del sol y brillan de tal forma que no sería difícil quedarse largo rato contemplando las fachadas que parecieran emerger igual que Isis; la parsimonia de la señora ante el fotógrafo en cierto modo resultaba agradable a la hora de obtener una buena instantánea, ella ofrecía todo aquello que hubiese sido necesario para recrear un buen retrato al más puro estilo clásico. Tenga en cuenta mi nariz, le dijo. Seguramente debió pensar que unos retoques podrían disimular las facciones muy mucho, ya que no le agradaba en demasía aquel pico de águila entre sus hermosos ojos azules…
Abacanada, presuntuosa y mal educada la señora Ariel trataba de abstraerse en cada toma pensando en sus quehaceres, y en cada una de ellas un gesto diferente, una postura forzada e irreal, además de tener que soportar las vejaciones de Alterio, sobre todo cuando el felino se orinaba encima del vestido, o de sus vómitos a lo largo de la larga trenza en los momentos en que este regresaba a casa con la panza llena de ratones: babazorro le decía con un despectivo movimiento de cabeza al verle regurgitar y relamer. La segunda Venecia quizás, farfulló el fotógrafo mientras intentaba mejorar la imagen de la señora Ariel en cada toma, en cada clic, si, realmente es de admirar las casas a un lado y al otro resistiendo el paso del tiempo y en cada una de ellas los ventanales parecen proclamas para que estas sean admiradas por visitantes y convecinos, sabía que pecaba de ñangotado, pero había que ganarse los cuartos, y ella, la señora Ariel a lo suyo, con el torso recto, con un rictus extremadamente forzado, de modo que el jornal ganado y la señora contenta de ser inmortalizada…
Diluvio
Todas la noches se vuelven sueños,
Un mar se derrama dentro, de lágrimas,
Un atizar de terribles granizos...
Infringir
La ley bastarda que mata a los estados,
La falsa omnipresencia de un Dios,
promesas, promesas: un techo sin estrellas...
Alguien se dijo: Asesina
En la oscura y silenciosa habitación,
De mesita negra con una tetera,
En el suelo la boca llena de pastillas para morir...
Tengo que no tengo
Desnuda el alma,
por descubrir nada.
Aflicción, derrota, miedo...
Folios en blanco
Superpuestos, uno a uno,
dentro la sangre molida de mis labios,
cuando suelto un grito, cuando se haya boceando un múltiple,
orgasmo...
Lame el mar con las olas la orilla de diminutas piedras negras. Más atrás, las casitas de los pescadores blancas, con luces en la fachada.
En la calle real huele a pescado frito, huele a turrón, huele a mazorca; los ventanucos cerrados, algunos con tachuelas como adorno. Brillan las tiendas adornadas: campanillas, luceros. Toda clase de accesorios para la navidad. También huele a incienso, es de aquella iglesia al final de la calle, como si presidiera una mesa bien adornada, con manteles rojos y blancos, con lazos en las esquinas. Allí permanecen los limpios de corazón, los que se dan golpes en el pecho y las putas, y los labriegos. A veces, alguien se arrastra por los adoquines hasta llegar al altar con la boca cosida, con las manos pegadas, con el arrepentimiento en la frente para que Dios lo vea. El sacerdote reparte obleas para la paz del alma, para quitar pecados. ..
La señora cruza la calle olorosa, lleva puesto un sayo de seda, los pasos elegantes, los mitones negros. las gaviotas sobrevuelan, danzan como las bailarinas, ahora hacia un lado, ahora son un remolino, otean, por si alguna migaja de pescado frito se hubiera escapado de las bocas de los transeúntes.
Ahora golpea fuerte la ola, aquella que lleva en su pico un sombrero de espuma plateada, y llega agotada a la orilla, como cuando retozan los amantes, luego: el sueño, el silencio, el placer...
Cruzan dos nubes, son cúmulos, son enormes bocas negras, replican campanas
Acecha la noche, llueve. Ahora un rápido giro de las gaviotas deja atrás la estela de plumas, se van al mar, huyen...
Cruzan todos la calle, los cirios de la iglesia centellean, crepitan, como las hojas descaradas contra una vidriera. Los dientes del lobo es la noche, que culmina oscureciendo hasta los rincones. Azota, azota la tormenta. Los rayos quiebran los troncos de los árboles. Salpican lágrimas de agua en las baldosas,
corre un río de ellas calle abajo, la capa negra cubre los tejados, cubre la torre de la iglesia. Ahora un mar bravío enloquece, aúlla como las fieras, amenaza con hacer encallar ese barco, que rezagado pretende llegar a la orilla.
Y es la bravuconearía de la vida, a veces…
Hay un lugar inhóspito
donde crece la lluvia
y crecen los besos
Hay un cercado de amapolas
que embriagan, como estar contigo.
Hay mil suspiros ondeando al viento
como las cometas.
Hay infinidad de delfines
que sonríen.
Hay un lugar secreto.
Donde la felicidad crece
en cada rama.
Hoy siento que algo ha merecido la pena.
El zapato derecho, en el pie izquierdo, y una magnolia en el pelo. Sonríe ante el espejo redondo con marco de bronce, en el pasillo…A veces se vuelve,
Escupe en el bordillo de la baranda que llega a la azotea, con la cara de pilla, con el pelo negro como la pez, con las manos arrugadas y resecas. Como una niña traviesa escupe a las cabezas de las limpiadoras. Lavan la ropa en la piedra, le regañan. Sonríe.
Ella recorre el pasillo hasta el final, donde el patio, y vuelve tras sus pasos, una y otra vez, varias veces al día. Esa pared de recuerdos: retratos, un mar azul con olas, cuadros aquí y allá. Hay una mancha en la esquina, cerca del techo: ella se fija y sus ojos se abren sorprendidos, parece una luna, se dice, o quizás un farol de aceite, vuelve a decir…A veces la mancha es redonda, otras, con aristas, pero es una luna o una lámpara de aceite...
Se ha olvidado de los geranios, se ha olvidado de comer. Se olvida. Pero llega al fondo del pasillo: el patio de geranios con la silla a un lado, y los dedos del sol que se adentran por la mañana, por la tarde. Gotea una lágrima, gotea otra de sus ojos, pero sonríe, pero no sabe bien lo que sucede. Los niños están en la cocina con mamá y las voces se le antojan pinzones azules en aquel árbol de su memoria. De bajo de la gran roca las casitas blancas con tejado, corren a verla, expectantes por si se gira, por si los conoce, algún gesto, un guiño, algo que haga que ella abra los brazos, para todos.
Pero no, nada, siquiera el pequeñito le es conocido, lo besa, pero no hay mueca. En su boca hay silencio.
La llevan por la avenida, y cruzan la calle a la tienda de sombreros, no quiere caminar, pero la llevan de la mano. Aquellas personas se sorprenden al verla sonriente con el mandil verde, de flores.
La papilla le sale por la esquina de la boca, es un hilo de baba que recorre el cuello, el pecho, y se queda en su regazo como si fuera un tesoro, pero es una pasta sosa, sin color, sin sabor. Pide pollo, pero nadie le da, siquiera un pedazo, ella lo ha visto en la mesa, es dorado, con purpurina.
En el lomo de las sardinas hay un montón de pequeñas estrellas, sonríe porque es divertido, no sabe de donde vienen, pero le gustan.
En el techo de la habitación aparecen de vez en cuando luminarias. No quiere dormir hasta que no se van.
Estas recorren casi toda la habitación, se deslizan por las paredes. Tienen pequeñas alas transparentes, y algunas se escapan por la ventana, cuando los postigos están abiertos.
Y tampoco quiere dormirse hasta que la tela de araña deje de balancearse…es un precioso jersey con adornos, pero aún le falta la sisa, seguramente falta hilo, se pregunta.
Mientras duerme sueña con el barranco, con la gran roca. Un inmenso piélago de estrellas arriba, en el cielo. Corre veloz como un potrillo, con las trenzas negras y dispares, con los zapatitos roídos. Los almendros en flor, la comida en la casa: gofio, papas barqueras, mojo, atún. El agua fluye desde la montaña, los cabritillos corren para abrevar. Los surcos en la tierra llenos de semillas. Los sueños de niña, el futuro.
Pero nadie sabrá lo que ella soñó la noche anterior...
Se habían despedido el mismo día en que se encontraron, solo que, ninguno de ellos lo sabría hasta pasado unos años, en que, l...