Una casa se hallaba
enfrente de la otra, y las separaba la autovía, que por aquellos años estaba
recién asfaltada; antes de todo eso era un camino largo que terminaba en la
Laguna, o en sentido contrario, en Santa Cruz, las casas de las hermanas se
habían construido de modo, que parecieran estar unidas bajo la
tierra, con las raíces cruzadas, bien conectadas.
La pileta de piedra viva
detrás de ambas casas engullía una y otra vez un osario de ropa blanca de las
camas, y los vestidos y pantalones, y trapos sucios de los que se
empleaban para los menesteres diarios; en los inviernos se habría aterido
de frío cualquiera que llevara la cesta a la pileta, porque el agua salía del
grifo bien fría, venía del barranco de Badajoz, al que se le
atribuían historias y leyendas, que para bien, o para mal, aquella
persona que hubiese visitado esos Lares casi siempre tendría algo que contar,
que si la niña que mira a los ojos, que si el fantasma del general Perlasca y
algún que otro personaje mítico…,
Los sabañones se curan
al calor de la lumbre, decía una de las hermanas, concretamente, la pequeña,
cuando se reunían para el café a eso de las cuatro de la tarde, vivía con
un hermano de ambas y una sobrina; nunca tuvo hijos, y eso, en aquella época,
era casi lo peor que a una mujer le podía suceder, no ser madre era como estar
vacía por dentro, sin vida; sin embargo la aceptación de ello sobreviene con el
paso de los años, quizás de ahí su afán de dirigir las vidas de los demás, como
si en verdad fuera su responsabilidad de que las cosas tomaran su curso, de que
esto o aquello fuera lo más acertado; pero el caso es que los sabañones seguían
en el mismo sitio durante todo el invierno, porque nada habría que hacer una
vez esos pequeños diablillos con dolorosas punzadas se hubieran asentado en los
prominentes nudillos acrecentados por la labor de la colada, por lo tanto la
hermana mayor, la que había tenido hijos, agradecía muy mucho los consejos,
pero por mucho que ésta tuviese las manos cerca del calor, ni uno solo de los
diablillos habrían de desaparecer, más, cuando, al amanecer y una vez la olla
puesta, tendría que volver a la pileta por unas horas.
Asimismo, había cuadras
para los animales en las dos casas, y algo de terreno para su cultivo. Las
hermanas se habían afincado en esas tierras en los años de juventud y una
vez se hubieren esposado.
La calima envolvía igual que un velo
toda la isla por la estación del verano, sobre todo, por el mes de
agosto, cuando la tierra del desierto llovía inclemente sobre toda la isla; los
bueyes horadaban el terreno que abarcaba en bastante amplitud hasta llegar a la
zona donde se delimitaban unos, y otros, se podía mirar y perderse la
vista buscando el final, y el muro de piedras, como linde…,
Una vez el terreno
preparado, se cruzaba el camino hacia la otra casa para acometer el mismo
trabajo, pues las hermanas no podían permitirse tener más de un buey. A pesar
de todo la vida no les fue tan mal, la isla era lo único que conocerían a lo
largo de su existencia, y los barrancos, y las tuneras repletas de higos
almibarados. Lo único que siempre discutieron las hermanas era el sentido en
que debían relacionar las casas según se quisiera ir a un lado u otro.
Mi casa va en sentido
contrario al de la Laguna, decía la pequeña, la mía pues, en sentido contrario
al de Santa Cruz ,
replicaba la mayor, esas fueron todas sus desavenencias, porque por lo demás
sobrevivieron a la guerra, al hambre, y a las enfermedades un tanto atípicas.
La perspectiva entre casas era muy bonita, porque para mi gusto eran dos
guerreros altivos, y valientes, preparados para lo que fuera. El color ocre de
la tierra, las vivencias de cada una; el ulular de los alisios, daba a aquel
paisaje una belleza especial. La tierra viva, los lagartos sobre las rocas
negras de lava, todo en su majestuosidad, sin duda alguna una tierra de
calendas.