Era curioso que
pensara en el guayabero cuando se
preparaba para el baño; curioso de venirse esos recuerdos, que ahora se
hallaban en un rincón de la memoria, un lugar casi inhóspito, pero al fin y al
cabo, allí seguían.
Los ojos negros de Ermine, cuando se hacía limpieza en la
casa, se quedaban de guardia toda la mañana en la esquina de la cocina, por si
a alguien se le ocurría atravesar el largo pasillo, que terminaba a un lado,
con un aseo pequeño, y al otro, un patio de piedras volcánicas con un gran guayabero en el centro. Durante el
tiempo de guardia no sonreía, y mayestática y seria y con ambas manos cruzadas,
amenazaba con castigar a todo aquel que dejara la huella en el suelo húmedo.
Como un río alegre se fueron encadenando los pensamientos y,
las imágenes fluyeron libres- Ermine, se dijo, qué lejos estás y que cerca de
siento, volvió a decir, mientras se introducía en la tina, que se desbordaba de
agua, tanto como las ganas de ella.
-Pero cuando la guardia había terminado, y la veda se había
abierto, entrar en aquel patio de piedras volcánicas era tan agradable, como
mirar las estrellas en verano. Hubo una vez, que se dio la circunstancia que el
tiempo acompañó de tal forma, que florecieron los botones de guayabo y
crecieron con una enormidad ilusoria. Todo estaba preparado para elaborar el
dulce. Con pan de centeno, con bizcocho, con queso, se podía comer de cualquier
modo. Aquella casa olía a flores del Olimpo.
Tomó la pastilla de jabón para oler el perfume, ya la
esponja se había deslizado por el cuerpo
varias veces. Luego se columpió moviendo parsimoniosamente las nalgas.
El agua estaba deliciosa.
Ermine era una madre de esas que nunca tuvo hijos, pero era
una madre. En la mesa de la cocina con un mantel verde dejaba los dulces y
dejaba los bizcochos.
-
Eres la primera
en todo me dijo unos de los primos-
-¿Porqué crees eso?- Le contesté.
-Porque…
No supo qué responder. Éramos tan niños.
Pero las primeras son
las primeras que se van, le dije. No me contestó, no supo.
Esas líneas las
había visto en un viejo diario que unos momentos antes había ojeado, antes de
sumergirse en aquel pozo de agua cristalina, y dejarse ir, como cuando los
besos se dejan caer como regalos por la
espalda y el vientre. Separó los muslos y se acercó para mirarse el rostro y
sonrió. No había muerto aún. Pero la carita de pecas ya no estaba…