Sin embargo la bailarina estaba a su lado, ya fuera
invierno, verano, otoño…ahí estaba, con sus alas blancas y relucientes. Pero no
pudo verla nunca, o eso creyó.
“Adiós”, sonaba por
la mañana y al atardecer. La música salía disparada del saxo.
El viejo Gurú siempre vivió en la misma calle, en la zona más alejada de los grandes edificios. Donde a veces, el olor hediondo se colaba por entre las bocas de los transeúntes. La refinería, los desagües; poco importaba eso, porque allí no había nada importante, allí la miseria se comía hasta los rincones de las callejuelas, y hasta las hojas de los árboles. También se comía la sonrisa, y por si fuera poco, a veces, no dejaba entrar al sol…
El viejo Gurú siempre vivió en la misma calle, en la zona más alejada de los grandes edificios. Donde a veces, el olor hediondo se colaba por entre las bocas de los transeúntes. La refinería, los desagües; poco importaba eso, porque allí no había nada importante, allí la miseria se comía hasta los rincones de las callejuelas, y hasta las hojas de los árboles. También se comía la sonrisa, y por si fuera poco, a veces, no dejaba entrar al sol…
Pero el saxofón no dejaba de sonar, y la bailarina con sus
alas blancas, siempre atenta, justo en el suelo, sentada, dejando que los
sueños llenaran la cabeza del hombre, con gabardina vieja, verde botella, y un
gorro roído por los ratones…
Pero un día la cabeza del viejo Gurú, ya no tenía sito para
guardar nada, porque estaba repleta de todo.
Monticello fue su última y ansiada parada.