jueves, 28 de diciembre de 2017

Izac García



Izac García frente al mar, pensaba que las olas eran como colas de caballo: olas rubias, olas negras, olas pelirrojas...

De modo que todos los días hablaba de coger la chalupa y echarse al mar, a la isla grande, iría con las hermanas y con la madre, iría con el sombrero de copa pequeña, con el traje de los domingos y con la biblia, con chapas plateadas.

Y ese día llegó.

El viento hizo que se arremolinaran las olas y que trastabillara el barco, y que todos vomitaran a menudo y durante toda la travesía, siquiera tomaron agua.

Poseidón, probablemente deseó que sucumbieran y llegaran a sus manos, los devoraría al instante, y luego se dormiría plácido entre olas. Pero llegaron después de dos noches en que siquiera la luna brilló; siquiera la luz de algún faro, porque los faros, y es de costumbre, han de permanecer erguidos como soldados, valientes ante las grandes batidas de  espuma blanca. Han de alumbrar a los desorientados, alumbrar a un barco mercante, o simplemente permanecer ahí, para consuelo, como refugio, pero no tuvieron esa suerte, la de encontrarse con uno de esos faros, que en esas circunstancias sería como ver a Dios.

Un sol enorme de dedos les  apuntó a la cara, cuando por fin llegaron a puerto. Olía a herrumbre, a marisco. Sabor a mar, sabor a esperanza. Izac García y las hermanas y la madre, saltaron al muelle, como lo hacen los cervatillos, cuando están en el prado, felices.

Aquel hombre de barba espesa y blanca les esperaba, y abanó con el pañuelo como señal.
Acudieron a él pero no sonrieron, acudieron y se dieron la mano como saludo, luego, les llevó a una vieja pensión, allí permanecieron tres días, hasta que el mismo hombre de barba espesa y blanca les avisara. El nuevo hogar esperaba y las tierras también. Por aquellos tiempos los cuervos habitaban la isla de forma desproporcionada.

Eran cuervos grandes, con fuertes garras, cuervos que sobrevolaban las cabezas de cualquiera, que sobrevolaban entre las altas palmeras, y casi aullaban, como los lobos.

Unos animales muy inteligentes. Audaces. Con el plumaje negro como la pez. Con unos ojos especialmente brillantes...

Aremoga fue la primera de las hermanas en lanzar un grito al aire y dar un gran salto de alegría. Los demás también, pero bastante menos, más sigilosos, mas comedidos.


La casa era pequeña hecha de piedras y con tejado mezcla de paja y teja. La teja cocida y rudimentaria. Dentro, dos o tres chamizos. Un espacio para cocinar alimentos con leña y una olla con varias abolladuras. Los medianeros por esa época eran muchos, y trabajaban la tierra de los señores.


Izac García, y las hermanas, menos la madre, que quedaba al cuidado de la comida, ya estaban trabajando aquellas tierras llenas de verdes hortalizas, de papas, y de algunas cosas más.

Aún no despuntaba el dorado, cuando y estaban en pié, con los atrezos y con las telas de saco en sus cabezas, porque a esas horas y sobre todo en invierno, el frío les hacia brotar sabañones en los dedos, además de tener las narices siempre frías como témpanos de hielo. Los martes y miércoles, las hermanas se intercambiaban los zapatos hechos de lona y zuela de goma. Los martes los llevaría Aremoga y Herminda, y los miércoles las otras dos hermanas: Arundia y Atanasia.

Isac García trabajaba de sol a sol, mientras que las hermanas lo hacían en jornadas un poco más reducidas. Porque cuando había que cargar leña en los carromatos para los señores, a Izac se le partía la espalda y el alma. Pero en la casa no faltaba, por lo menos tres días en semana algo de comer: Papas, algo de gofio y poca verdura, muy poca.

Una vez salió de entre las montañas una luna redonda y brillante. Todos dormían, pero era la luz que emanaba del astro tan intensa, que la casa se iluminó con una brillantez inusual, y es que a veces, la luz toca el alma de las personas buenas, toca con calidez, con amor. Inunda todo, como cuando cae un torrente de agua y anega la tierra.


Habían pasado varios meses, y cada cual llevaba la vida como podía. A pesar de los malos tiempos, a pesar de todo, pero eran jóvenes, los jóvenes son así, tienen ilusiones, son felices. 

-Mira el mar, qué bonito es, dijo Atanasia, si, realmente es  hermoso, ahora es azul, después será verde o pardo, algún día viviré al lado, viviré entre los callados. Seguro que lo haré, volvió a decir.


La madre de todos ellos había perdido la memoria, y siquiera cocinaba, porque  una vez llenó el caldero de rabos de lagarto, en vez de papas. La apartaron del fuego y la dejaron en la terraza de piso de barro, sentada, con los ojos de niña y las manos arrugadas.

El guarapo había quedado en el olvido de sus labios, pero no en el de sus corazones, aquel roque negro y hermoso también permaneció en sus recuerdos. Y la vida de cada uno de ellos transcurrió tranquila y sacrificada, llena de sinsabores y de sabores.

Las personas descubren nuevas tierras, nuevas formas de vivir, aún en el sometimiento y la esclavitud, pero al fin y al cabo, siempre llega de alguna manera, la libertad.

lunes, 25 de diciembre de 2017


Un tren de amarillo... 

Despierta ya èl, mi vida de mi amor,

Sonríe, sonrié,

Mi pecho protege todo de ti, 

Mantente latir corazón...

Estoy ahí, contigo, ahora... 
 

martes, 12 de diciembre de 2017

Vuelve Kontiki





A mediados del siglo pasado supe que Raúl era familia nuestra. Un primo segundo, que mis padres habían conocido casi por casualidad, en Tabarca, en su viaje de bodas. Fue en una de esas calles que, durante todo el año olía a mar, mejor dicho, toda Tabarca llevaba impregnado el fastuoso aroma del mar; por aquel entonces yo no había nacido, pero ya estaba en camino, mi madre me llevaba dentro: Una preciosa tripita, redondita como un globo. Raúl había sobrevivido a la guerra, había sobrevivido a unas cuantas balas que zigzaguearon alrededor de su cuerpo joven, y delgado. Mientras unos compañeros de batalla se habían dejado las tripas en aquella esperpéntica escena. Llegaron a primera hora de la mañana unos cuantos militares y se llevaron a los muchachos, así, sin más. Quedaron las madres con el silencio en sus bocas, y en sus ojos, detrás de aquellas balaustradas. A Raúl le habían preparado un macuto con dos latas de sardinas y una hogaza de pan, sin tiempo a añadir nada más que fuera lo dicho.
Las botas se las dieron en el barco rumbo a la guerra, porque él llevaba unas alpargatas,las alpargatas que llevaron sus pies desde siempre. Aquellas botas le habían encarnizado la piel, porque no era costumbre llevarlas, siquiera las había visto en la vida; pero terminó acostumbrándose, igual que se había acostumbrado más tarde a matar hombres.
Por aquel entonces, Raúl llevaba una vida apacible, sin más pretensiones, y sin tener un mínimo de interés de salir de aquella isla, además de todo eso, nada sabría más allá de la infinitud de aquel horizonte, que miraba sin ver, y, que se definía perfectamente, como una fina y delgada línea, que separaba el cielo de la tierra.
Las olas lanceoladas rompían en la tapia de balaustres que rodeaba el muelle, cada cual a sus asuntos, esquinas con balcones en floración; calles estrechas y perfumadas de incienso: Costumbres. Aquel espacio en medio del mar es de Yemayá, decía la señora de los corchetes, y de los dedales, y pedrerías playeras.
Pescado frito decía alguien. Pasen y vean, decían otros.
Pero el muchacho subió al barco con pasos inseguros, con los ojos llenos de miedo, él, y unos cien chicos más. Pronto las gaviotas dejaron de seguir al buque, se quedaron revoloteando, arriba, por si algún rastro, aunque fuese nimio, las hicieran bajar en picado enterrando sus picos en el frondoso mundo marino.
A deshora llegaron a la guerra, a unas horas perdidas del tiempo, como si los relojes no existieran.
Pero eso poco importaba ahora, cuando ya habían desembarcado, todo estaría perdido. Vidas que latirían poco tiempo, un tiempo inestimable, pero allí valdría poco, tan poco como una vida.
Las noches frías como témpanos de hielo, envolvían los cuerpos de los muchachos ateridos: Manos, pies, rostros. Quijadas temblorosas, porque el lobo acecha fuera. El espectáculo de la barbarie azotando latigazos de fuego. Aquellas noches que Raúl nunca pudo olvidar, porque las llevaba todas en su cabeza. Porque ya nada tendría importancia alguna después de todo eso, siquiera aquel cura, mala persona, que le guiñaba un ojo cuando era chico. Un cura obeso, un cura molesto y cruel. Las viejas rezando enfrente y santiguándose, para que el párroco les diera el perdón y les guardara el secreto de cuando se deshacían de los fetos; o cuando confesaban la pestilencia de las bocas de sus esposos borrachos, y aún así, tenían que cumplir la vida marital. Hombres rudos llegados del mar.
Hombres cansados, con la piel curtida como el cuero, con las manos agrietadas de la sal. Insomnio, de noches negras y aguas turbulentas. Más que hombres venían como autenticas pirañas, con dientes que se clavaban en las espaldas de ellas, mortificando los muslos, y arremetiendo entre ellos. La sábila caía como una baba y resbalaba en lo pechos de ellas, que, con mucho esfuerzo disimulaban el asco. Por eso recurrían a la iglesia, al párroco que las aconsejara, que les guiara para ser buenas esposas; también por los fetos arrojados al mar, niños que fueron de otros padres, que quedaron en tierra, que no pudieron salir a la pesca por su fragilidad, o, por tener dificultad al andar.
Quedaron los inválidos, para resumir…
De modo que, todo tenía un porqué, y todo era santificado, y resuelto. Así eran damnificadas las esposas que llevaban embriones no deseados; así eran damnificadas, las que recurrían por deseo a la cama de alguna otra.
(Y es que a las personas se las llevan los demonios, y se las llevan los prejuicios. A las personas se les prepara desde chicas para obedecer, para tener que seguir con las costumbres; con las penas de otros, también. Al fin y al cabo, es difícil tirarse al vacío, y abrir las puertas de la libertad. Abrir los ojos y ver claro).
La noche más cruenta fue el día once, en la madrugada. Raúl no dormía apenas, estaba enfermo de los nervios, estaba tullido de pavor, de desesperanza, y las malditas botas, que arañaban por dentro como bichos hambrientos. Cayeron bombas aplastándolo todo, igual que un gigante devastando bosques y casas. Un grito, luego, otro, era uno de los chicos, que de golpe, le desaparecieron las piernas, trozos de piel y huesos esparcidos, como si fueran confetis. Tenía que arrastrarse hasta llegar al desafortunado, tenía que intentar al menos, darle un poco de calor humano, besar su rostro muerto, que sintiera por última vez algún resquicio de humanidad. De modo, que llegó, con dificultad, pero ahí estaba Raúl, pegado al cuerpo sin piernas, pero con un pequeño hálito de vida.
Fue la primera vez que besó a un hombre. Le besó las manos. Le besó la frente, los labios, porque en ellos algo tibio quedaba, luego nada. Lloró lo que quedaba de oscuridad, lloró junto a ese manojo de tripas. Maldijo mil veces, luego quedó dormido por unos instantes, sin saber siquiera qué hacía allí, sin saber el motivo por el que estaba en ese lugar, y porqué moría tanta gente.
Solo el estruendo de las bombas. Aquello no era de Ley, no. Aquello era una tropelía, había que destruirlo todo. Las campanas de las iglesias quedaron mudas, porque el rugir de los tanques, de la gran pirotecnia, solapaba todo, los gritos de los muchachos avanzando entre suelos atestados de rostros desdibujados. Una contemplación de aullidos despreciable.
En algún momento de calma, que no pasaba de unos minutos, o quizás media hora, se evadía para volver junto a sus seres queridos. Quiso imaginar a las gaviotas con giros asombrosos y el modo en que se lanzaban en busca de comida, eso le provocó una leve sonrisa. Se giró al otro lado del camastro: Ahora su madre le regalaba una sonrisa, amor de madre, balbuceó.
Un brote de fiebre le hizo despertar, el frío se lo comía, se había metido los dedos en la boca buscando algo cálido. Pero no había.
Después de todo, una vez acabada la contienda, pudo regresar, vivo, con alguna esperanza para los años venideros. De regreso a sus orígenes: Aspiraría el perfume del mar, de cada ola, de la espuma de ellas cuando se dejaban mecer en la arena. Caminaría por la playa, admiraría el hermoso espectáculo de los rayos del dorado al amanecer. Incluso tenía pensado en dormir en ella, una noche, y otra; trastabillar a consciencia, como si por una delgada línea caminase. Volar como los pájaros, libre y agradecido de poder sentir el pulso en sus venas, en la sien. Podría pellizcarse y sentir ese escozor, que casi da gusto. Le esperaría su madre, su perro Chusco, algún que otro vecino, o vecina del pueblo. La viejita de las chapas y las caracolas y las pedrerías de mar.
En el extremo sur de la isla se hallaba el faro: Un guardián iluminando los caminos del mar, donde se desplazaban los barcos, las chalupas, y el ferri. El farero duraba lo que su salud, y sus años. Luego le seguiría algún hijo, o sobrino. Pero era como ver al mismo siempre. Con la sopa en el cuenco, con los ojos fijos en el mar, cuidadoso de que la mecha de luz que se esparcía más allí de la línea del horizonte. Iría también a visitarlo, recorriendo la escalera de caracol a zancadas, y gritando que ya estaba allí, que la guerra había terminado. !La guerra se termino¡ habría dicho. ¡Estoy aquí farero, estoy aquí,! volvería a decir. Se abrazaron, se conmovieron. El cuenco de sopa saltó por los aires, al ver a Raúl, que aunque con los huesos pegados a la piel, se acercaba contento. Pasaron toda la noche hablando de esto, y aquello. Raúl le contó lo que pudo de aquellos años atroces. Le contó lo que pudo, porque el farero ya no tenía edad para tanta pena junta. A esas edades el sufrimiento y la ingratitud, y el poder para aniquilar a las personas, sobrepasa la mente de alguien que tenga muchos años. Le dejó una estrella de cuatro puntas. No por lo que significaba, era porque se veía hermosa, como si estuviera recién salida del firmamento. La plateada vendría como cada noche y el farero tendría un estrella en sus manos, y sonreiría. Ignorando lo que no pudo contarle Raúl, porque habría muerto de agonía.
Chusco no paró de ladrar y correr, hasta el día de su muerte. Era el perro más bueno jamás conocido. Era Chusco y Raúl, uno solo. Eso le valió al muchacho para poder cerrar los ojos y no tener aquellas horrendas pesadillas…
Mis padres habían elegido Tabarca para pasar su luna de miel. Ellos venían de Madrid. Un Madrid lleno de vida, con coches, a un lado, y al otro de las vías. Con tranvías. Con el jolgorio de las fiestas patronales. Tiendas de sombreros, tiendas de ultramarinos, algún escaparate con la última moda venida de París. Pero en el cielo, una vez que la noche tendía su manto, siquiera se podría atisbar alguna estrella, por muy fugaz que esta fuese. Por ese entonces era raro que las personas viajaran desde la capital, hasta aquella isla rodeada de un mar limpio, que regalaba olas, regalaba espuma blanca. Solo los vecinos nacidos en Tabarca ocupaban el ratio de población.
Y es que a veces las casualidades son casuales, y mucho. Porque mi madre, al cruzarse con Raúl, ya sabía que algún parentesco les unía. Por el modo en que caminaba, con un hombro más alto, que el otro, igual que uno de sus tíos emigrantes a Cuba. Sobre todo, porque la sonrisa era un calco de él. Mamá se sorprendió. ¡Eres tú!, le dijo. Yo soy Raúl, no soy tú, dijo con sonrisa pícara. Ella entendió. Ahora sabía que era el hijo de su tío, tenía que serlo, porque era una copia.
Papá murió en Cuba, dijo Raúl. Yo me regresé, no me gustaba la vida allí. Además mamá no podía estar con nosotros. El día que nos fuimos se me rompió el corazón al verla tan sola, llorando. Volví con unos dieciocho años de Cuba. Fueron cuatro años de duro trabajo, y papá no pudo resistirlo, aunque era joven, la anemia se lo llevó. Duro trabajo y escasa comida.
Pero pude traerme unos ahorros, que solo quedaron para una pequeña chalupa, alguna red, un par de herramientas. Gracias a eso, no faltó algo de comer. El caso es que, mis padres estuvieron en la isla unos siete u ocho días.
Han pasado muchos años de esos aconteceres, ahora recuerdo todo aquello con mucha ternura. Con ilusión. Hace dos días que estoy aquí en esta isla con faro y farero perpetuo. Hoy he visitado la tumba de Raúl y la de Chusco. Hoy pude ver, y oír claramente las historias de él, de cuando la guerra, de cuando de chiquito el viaje a Cuba…
Una hermosa tumba con mármoles, sin flores, con un pequeño crucifijo en una esquina, tallado.
Sin duda a veces los lugares unen a las personas, una unión que en este caso, también era de sangre.
Y yo, aquí esperando a Kontiki. Esgrimiendo hasta la última gota de aire perfumado del mar.


Ballade pour Sophie

Ballade pour Sophie

Se habían despedido el mismo día en que se encontraron, solo que, ninguno de ellos lo sabría hasta pasado unos años, en que, l...