miércoles, 28 de abril de 2021

De recuerdos, adversidades, y sueños.

 


Como quiera que sea, y cual soplido ahuyenta a las torcaces, los alisios resurgen detrás de las picudas montañas, son manantiales de brumosas sedas que acompañan los turbulentos pasos de esas corrientes de aire, sin vestíbulos, nada que opaque. La taza de   leche humeante es precedida por todos los años: su  tic,  tac,  de estaciones; de más o menos plenitud, de esos farolillos brillantes que llenaron la casa y las casas contiguas de la familia.

 La misma taza permanece en la esquina sobre la mesa, ¿La misma mesa de antaño? No. Es una nueva mesa con nuevos días, y la estela que surge de la taza es  tibia, olorosa, dulce, cuando anega el fondo de la porcelana comprada en el mercadillo de los domingos, en la tienda de lona de los Tac.

 La vasija ovalada sobrevive vestida de  esos almendros en flor que en primavera florecen desplegando sus hojas perfumadas, pequeños ovillos rollizos que se despereza cuando el incipiente sol surge entre las rocosas y puntiagudas montañas milenarias, es cual precepto imposible de vulnerar, y semejante a la corriente de un río repleto de resonancias, de una magnitud caudalosa imposible de frenar, es un contrarreloj hasta el inmenso piélago. Entonces ella pensó en los otros años que surcaron los otros días; porque las estaciones que se fueron  no se repiten, ni el búho que cruza el jardín con la benevolencia de su vuelo en verano: el repiqueteo de los platos en la cocina y el bizcocho de las tardes, en invierno.

 Ahora el bizcocho no sabría igual, aunque los ingredientes sean los mismos y las medidas justas. Las cerezas adornando. No. El sabor es de este tiempo en una primavera incipiente. 


Sostiene el álbum de fotos y  sonríe- ¡Cielos el bizcocho se hornea demasiado!- Justo ese pensamiento, justo esa afirmación ya no sería la misma, no significa lo mismo.  Retiró del horno el bello y esponjoso dulce ribeteado de campanillas rojas y volvió la sonrisa. Las manoplas protegerían sus manos, igual que cuando de pequeña intentaba conciliar el sueño temiendo que de un momento a otro asomara por el arco de la puerta la negrura de aquella apariencia. Era consciente de ese pensamiento que revoloteaba dando giros en su interior para salir fuera disparado, para que ella al fin pudiera suspirar, pudiera coger aire, y saber que nunca más volvería para llevársela.


Cerró los ojos y deseó que fluyera la respuesta- debe salir, debe salir- y eso golpeaba una y otra vez, igual que el repiqueteo de las campanas de la iglesia.


Una ola de aire igual que una lengua se coló por la cristalera, igual que una lanza, atravesó la salita y terminó clavándose en los rincones de la cocina  en giros, esto  hizo  que se determinara en colocar la repostería en la mesa con hule. Fue una bofetada de aire brumoso la que provocó que tomara consciencia de ese instante en que permaneció en una catarsis deseada.

 La casa familiar se componía de una antesala, tres habitaciones, una gran sala donde se reunían para la comida. La cocina tenía una ventana que daba al patio de geranios y de petunias. Una hilera de escalones terminaban en una especie de buhardilla que daba a la azotea, era pues donde ondeaba la ropa blanca: los vestidos, las camisas de los hombres de la casa. ¿Alguien pudo desear tanto unos zapatos rojos de fino tacón?, y más aún por el lugar donde se hallaban (un baúl ocre con todos los secretos de  (Aracely).

 A veces el deseo puede llegar a ser obsesivo, puede llegar a ser un pensamiento planeado para llevar a cabo una cosa, en este caso abrir el baúl a hurtadillas y apoderarse de los zapatos; o bien hubiera sido mejor si la tía se hubiera recogido pronto de este mundo, entonces no tendría porqué ser un hurto. Todo permanece dispuesto para coger cada cual lo que más apreciara- Un crío  puede ser cruel, puede desear la muerte de alguien, pero en realidad no sería una acusación de algo horrendo, digamos que es como pasar por un escaparate repleto de juguetes, de toda clase de abalorios, entrar y simplemente llevarse lo que a uno se le antoja, un  crío  piensa eso como algo que está a su alcance, algo que simplemente se expone ante sí  para tocarlo, para descubrir sus colores, o sus formas.

 En medio de la oleada de vivencias, de recuerdos  como flashes  dejó las manoplas una encima de la otra  en unas de las repisas donde dormían.

 Una cuerda de bramante separaba una línea ilusoria donde una imagen surgía, la misma del bizcocho recién hecho, oloroso, expuesto ahí, sobre la mesa con mantel de hule, y le seguía la otra imagen del mismo dulce, pero esta vez habría sido degustado, y las cerezas que lo adornaban habrían desaparecido.  En su insomnio se sentía atacada, se sentía vulnerable a los duendes que desfilaban uno tras otro, y se pegaban a sus oídos vaciando un río de preocupaciones que se deslizaban igual que un tobogán: a veces era un lago cristalino, sosegado, lleno de peces de escamillas de un verde brillante, emergiendo a la superficie para insuflar un soplo de aire, y luego desapareciendo a ese mundo acuoso, donde el silencio es interrumpido por el sonido de las turbinas  de algún piróscafo. Pero cuando el tobogán se llenaba de pequeñas entidades directas al oído, recorriendo lo recóndito; lo que ahora era vulnerable, herían mortalmente su alma. Lo acaparaban todo, roían; escudriñaban dejando surcos y rastros que perduraban hasta que de algún modo iban cicatrizando, aunque la huella no desapareciera del todo, igual que una mancha difícil de quitar.


 Su pensamiento, su discurrir interior permanecían en una constante vigilia hasta que la luz de un sol incipiente entrara por una de las ventanas; hasta que los jilgueros, los vendedores ambulantes, y las bocinas de los coches hicieran que los duendecillos huyesen por cualquier sitio, ya sea una puerta, o ya sea atravesando una pared. Quizás si hubiera tenido un pequeño jardín con su camino alrededor adornado con violetas dándose la mano, quizás, habría cogido  la regadera y las había lustrado con el cristal del agua de una manera especial, sensible, candorosa, igual que una madre se regodea de ver a sus hijos bien vestidos, peinados y sonrientes. 

En algún otro momento pensó en aquel señor de la esquina que vivía en un cuartucho  al lado de un drago, justo enfrente de las viviendas, justo enfrente de los ojos del vecindario.  En lo alto se posaban las torcaces acicalando su plumaje ajenas a todo; ajenas a las sábanas que ondeaban, ajenas a los ladridos de los perros, ajenas a los vendedores ambulantes. 

Josué se marchó cuando dormía, en pocos metros cuadrados, en el silencio de la madrugada: nadie oyó su agónica voz, nadie estaba ahí para ver cómo exhalaba un último soplo. ¿Qué podría revelar cómo vivió Josué?, ¿Alguien supo si realmente fue todo lo feliz que uno pueda ser?-pudo haber sido un marinero en la pesca de bajura,  donde las sardinas brillan en todo su esplendor con su lomo  chispeante  igual que la luz de una piedra de ágata, o por ende fue un profesor, o un escultor, como quiera que sea se fue igual que nos vamos todos algún día. En unas pocas ocasiones le había visto pasar delante del jardín pareciera que cojeaba de un pie, con una gorra gris de visera ocultando la redondez de su cabeza y los ojos. Le  hubiera gustado preguntarle, qué tal el día hoy, cómo se encuentra, necesita algo, esas preguntas se quedaron sólo en su pensamiento, no fueron pronunciadas y Josué nunca giró la cabeza para contestar; nunca se detuvo para hablar. Al fin y al cabo sólo era un mendigo, un hombre solo. Cuán poco humildes somos, qué fácil es callar las palabras que no salen de las bocas, que se quedan dentro perforando cada día un poco más las vísceras…

Se hubieran contado  uno al otro algo de sus vidas: él le hubiera dicho que era hermosa, que había sido una buena madre, hubiera posado sus manos en las de ella en el jardín justo una noche de verano, justo arriba la luz de Venus regalando la estela plateada a todos los tejados, y a las copas de los dragos y estos serían si cabe más bonitos; parecerían un ramo de confetis, o una explosión de aplausos y esos aplausos abrazaría todo el florido lugar.

 Ella dejaría cobijar alguna lágrima furtiva que caprichosa habría resbalado y después de surcar la comisura de su boca se recostaba en las manos de él; pero todo se limitaba a observar un lienzo, nada de esto sucedió por aquellos días. Solo fue un lienzo más de los que ella observó durante un tiempo, o quizás sin saberlo ya habían hablado en sueños.

 Amar es dolor es un dolor profundo, un dolor callado; compunge, aleja. Distorsiona la realidad, deja huecos insalvables; y a veces el trigo que se siembra, muere. Apoyada en el borde de la balaustrada pensaba en todo eso; en el mendigo, en el amor. Buscaba en su cabeza la pregunta, y no tenía respuesta. Amar es dolor es un dolor profundo; aún no era consciente de ese pensamiento que revoloteaba dando giros en su interior para salir fuera disparado, para que ella al fin pudiera suspirar, pudiera coger aire.



 Cerró los ojos y deseó que fluyera la respuesta- debe salir, debe salir- y eso golpeaba una y otra vez, igual que el repiqueteo de las campanas de la iglesia…





 








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