A esas horas nunca duerme durante la vigilia orbitan a su alrededor un montón de cuerpos estelares, muy brillantes, la hacen sentir la diosa de algún terruño, de esos que se despliegan a lo largo de los viejos caminos. Había pensado en poner un grupo de plañideras en la escena del velatorio, pero le pareció nimio, hasta le sacó una sonrisa algo tímida imaginando a esas señoras con gritos desgarradores por un puñado de monedas, y es que las personas se prestan a casi todo.
Conforme crea un personaje, u otro, retiene entre sus labios un lápiz, juega con él, lo mordisquea ávida, como si se tratara de la piel olorosa y atractiva de un amante, de modo que el cuerpo cilíndrico gira mil veces y al final de la obra queda totalmente espachurrado. Después de cien folios totalmente emborronados surge la historia que ideaba en su cabeza tras varias veladas en solitario, sin ningún sonido que pudiera distraer su atención, ni siquiera las ánimas se habían acercado a la ventana para no enturbiar el desatino que le provocaba escribir ciertas historias. Le había parecido buena, estaba satisfecha cuando terminó de escribir el último renglón: los cirros abarcando el cielo, el dueño de la tienda de ultramarinos tan viejo como un volcán; las putas y los rufianes en la otra calle tres cuadras más arriba, y los zopilotes revoloteando sobre las cabezas de las gentes para sacarle los cuartos, todo ello un enjambre de imágenes a su antojo, o quizás, la verdad…
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