Humea en la cocina cuando el café empieza a tostarse gira y gira la paleta de madera y mis ojos se quedan mirando las manos morenas que no dejan de mover. Se cuela el humo blanco por la ventana verde de pequeños cristales que permanece ligeramente alzada, se escapa al pequeño huerto dejando el aroma.
Al otro lado de la casa la habitación que duerme los sueños al mediodía, aún refleja los destellos que la luz provoca; entonces el techo se llena de figuras que corren de un lado a otro, juegan. Alguien sale y cava un surco en la tierra, deja unas semillas y las cubre con una sabana para que duerman y crezcan, serán los brotes, los que unos meses después pinten de verde ese pequeño espacio sagrado, amado.
Cada rincón, cada mueble me lleva a una historia; la cristalera de copas ordenadas de mayor a menor tamaño, entre ellas, fotografías de unos rostros infantiles y otros clavados en el pasado, como si nunca se hubieran atrevido escapar.
La silla de mimbre con el espaldar alzado es igual que un regazo, se mantiene tibia, porque los sueños no terminan de irse, porque es ocupada por todos en una determinada hora del día, o de la noche.
El árbol del huerto huele bien, está repleto de adornos casi redondos en una tonalidad irisada de amarillos y ocres, los abalorios de frutas se palpan con suavidad y quedan entre mis dedos el aroma. He visto la melaza de esas frutas en botes cuidadosamente tapados, para que no pierdan las propiedades.
Son muchas las veces que me alejo pensando que todo aquello se difumina igual que la paleta diluye en el lienzo las figuras y las matiza. Pero todo se agrupa, y lo mismo que un gigante imán se pega y me devuelve otra vez al mismo sitio.
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