martes, 20 de abril de 2021

La esbeltez del trigo.

 


Fue a mediados del siglo pasado cuando mis abuelos se instalaron con sus hijos en las medianías, entre La Laguna, y Santa Cruz. Habían comprado unas tierras. Las cultivaron con el mimo de algo que se atesora por su importancia. Eran dueños de una casona bastante pintoresca: con balaustres, y un gran patio. Tres arcos construidos en bóveda.

Una escalinata ancha concluía lo que era la salida al camino, a ambos lados parterres cubiertos de flores: asfódelos, jacintos, lirios.


A mi abuelo le cayeron todas las estrellas sobre sus hombros, pero una maldición hizo que ya no fuera el mismo. La alegría de él, de sus ojos azules como el cielo se frustró totalmente, tanto, que dio la vida. Se apartó de todo, y de todos. Un mundo oscuro horadó su mente, rasgando cada célula, sometiendo su voluntad.

Vagaba por las habitaciones como un fantasma que arrastra resignado las cadenas. Aún recuerdo cuando se afanaba en las tierras. Recuerdo también cuando se fue: una despedida dolorosa, agónica. Nunca pudo desprenderse de esa otra piel. La maldición se había cumplido.


Y así, un día mi abuelo se marchó a la guerra. Un joven ingenuo que sólo sabía que la vida era para trabajar duro. Nunca pudo tener un cuaderno para anotar lo que quizás hubiera aprendido. Resignación, resignación, y nada más.

Nunca supo que habían mentes privilegiadas. Escritores como Vicente Adam Cardona, Benito Pérez Galdós, Caterina Albert, entre tantos, y tantos. Las letras que leyó fueron las de las cartillas de racionamiento. Cuando el hombre pisó la Luna siquiera lo creyó, no por ignorante, sino por bueno.



Los muchachos temerosos desembarcaron en un país diferente, unas tierras desconocidas. -¿Qué estruendo es ese?, dijo uno de ellos. Todos callaron.





En el frente veía cómo sus compañeros de batalla caían, caían en un silencio de muerte. Quedaron sus cuerpos mutilados, algunos con una expresión en el rostro espantosa, otros aún agonizando llamaban por sus madres pidiendo a Dios que les dejara morir para no alargar el dolor. Luego llegaba la calma, ausencia de vida. El olor a sangre se le quedó a mi abuelo hasta el mismo día de su muerte.



Georgina era la hermana de mi abuela. Ah, se acerca un temporal, dijo mi abuelo. Me iré de aquí, me iré, ella es como las empaquetadoras de plátanos, siempre ahí, empacando, empacando. Presente en la sala, en la cocina, en los dormitorios, volvió a decir.

Como si en realidad la presencia de la cuñada hiciese retumbar todo, una gran ola lamiendo las piedras, salpicando, aquí, y allá. Era una verborrea odiosa para él.

Precisamente Georgina dijo que habría que ir a por leña, siquiera sabría si mi abuelo ya, desde muy temprano, iría al monte, sofocada, alterada, eso dijo. Hacía ya un rato que se había alejado de ella, habría ido a los terrenos por ver la cosecha: papas, trigo, maíz.

No podía ser complaciente con el diablo. Un lago con nenúfares es un paraíso, pero ella no era precisamente eso. Debería irse al país de Hiperbórea, ¡debería!.


¿Me pasas la cesta del pan?, dijo Georgina.


-Claro, masculló mi abuelo sin mirarla a la cara.


Mi abuela dijo, en esos momentos en que la mesa era ocupada por los tres que tendría que ir a la tienda de ropa, en La Laguna, -A los muchachos les va haciendo falta, dijo.


-Alpargatas también, replicó Georgina.


A mi abuelo se le llenó el cuerpo de un salpullido, un gesto de asco mientras sorbía la sopa. -Si, eso ya lo prevemos, no hace falta que lo recuerdes, no hace falta, y ya iban cuatro, o cinco cucharadas, y dejaba caer el cubierto en el plato para llamar la atención.

Para que Georgina mirase y supiera que estaba de mal humor, que no era precisamente una fiesta compartir mesa con ella.




-Ah, la trilla, dijo mi abuela. Había una era donde el trigo se desaparecía con la trilladora. . Desaparecer los granos para dejarlos como una gran colcha ocre tendida, expuesta para ser admirada, toda una jornada para conseguir semejante belleza de la naturaleza.

Los chiquillos se divertían corriendo a un lado, y otro, con los cachetes encendidos como bombillas. Fastuosos días.

El gofio con pasas, y almendras, la rebanadas de pan de semillas. Los postres: bienmesabe, tartaletas de manzana; rosquetes de azúcar y anís; dijo eso mientras se vestía. Ya habían desayunado los chiquillos.


Pero jamás se irá a Hiperbórea, jamás, pensó mi abuelo mientras se colocaba la boina.

Y allí estaba, todos los días sentada en el sofá. Se hundía, se trasformaba en un ovillo, luego a la hora de comer dejaba de leer la prensa, se sentaba para la comida frotándose las manos. No tuvo hijos, no se casó. Es una solterona empaquetadora de plátanos. Eso decía siempre mi abuelo.


-¡El volcán, el volcán!, Mi abuela atenta a la televisión, preocupada.


-Ahora la lava sale ardiente como si fuese el infierno, dijo mi abuelo.


- ¡Dios mío!, menos mal que no estamos en esa isla, dijo Georgina.


La noticia era una exclusividad, porque ellos tenían la televisión allí en la casa, para ellos.

No pensaban si alguien más podría tener la suerte de ver cómo pasaban las cosas, y en ese momento sólo era para ellos, todo un volcán escupiendo lava para ellos.

De modo que prepararon café, mi abuelo lo celebró con un puro cubano. ¿Era para festejarlo?.


Dicen que han trasladado a mucha gente a la capital, dormirán en casetas de campaña, serán varios días, seguramente. Eso dijo mi abuelo mientras aspiraba el humo del tabaco y luego lo lanzaba en círculos que se diluían a lo largo de la cocina, una cocina que era comedor, y sala. Aquellas noticias eran muy importantes, por eso permanecían atentos, sin quitar los ojos de la pantalla como si al cielo se tratase, un cielo repleto de estrellas fugaces, meteoritos, agujeros negros.





Cada cual con sus cosas: Georgina tejiendo, mi abuela con los brazos cruzados atenta, muy atenta. Mi abuelo entraba y salía, iría al patio de flores y bajaría la escalinata, se pondría las manos en la cintura- ¡Cuanto sufrimiento!. La guerra le había dejado una marca muy difícil de borrar aunque tratase de dormir más horas. ¡Ah la guerra!. Allí quedaron los cuerpos apartados de todos, jamás se hizo un funeral. Ahora sus calaveras lloran y piden justicia. Cerró los puños. Escuchaba a las hermanas, seguían pendientes de todo lo que por aquella caja mágica brotase..


-Pero las tierras aún no se han dividido, dijo mi abuelo.

Quería que Georgina lo escuchara, que entendiera todo eso. Las tierras divididas, cada una de las hermanas con su parte.

¿Pero y las tuyas?, volvió a decir la empaquetadora.


-Las mías son mías, con un gesto malhumorado mi abuelo respondió.


-Antonio tienes que ir a por leña al monte, dijo mi abuela.


Asintió, calló. Volvió en la tarde con el carro y los malditos recuerdos...


























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