A nosotros nos gusta la playa, dijeron, nos gusta mucho, sobre todo la que lleva arena blanca. Los cinco niños se agruparon al lado de la señora, muy juntos, con las manos cogidas y los ojos bien abiertos oteando el mar, que ya se acercaba, a medida de los pasos apresurados de las criaturas; deberían de tener calma, se dijo la cuidadora, mientras sacaba brillo a las gafas y atusaba después el pañuelo de seda fría, pero los chiquillos lo que querían era abrevar cuanto antes, igual que los caballos, llegar a la orilla de la playa y revolcarse en aquellas pléyades de arena, que abarcan un diámetro muy considerable de tierra, de modo que las olas les cubrió hasta las rodillas, y la señora tuvo que remangarse el faldón y entre dientes murmuró quién sabe qué cosa, tenía el ceño fruncido y un rictus bastante delator en su rostro, y es que le costaba mucho atenerse a la situación, la de soportar estoicamente los gritos y los saltos de muchos piececitos y además tener que taparse la boca con el mismo pañuelo de seda que un rato antes había empleado para limpiar sus lentes. Antes de salir se habían repartido los buñuelos, y las tazas de leche, y algunas chocolatinas para el camino. La noche anterior bien poco durmieron los zagales ante el viaje hacia el ancho mar.
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