A esas alturas Crispín habría renunciado a tener que cargar con la mochila que durante muchos años había llevado, y con mucha responsabilidad sobre sus hombros ahora maltrechos. Y es que no es fácil acometer con tantos asuntos, diría yo, y en su conjunto, miles de variopintos y borrascosos asuntos que desde niño le impusieron nada mas nacer.
Salvo la maestra del pueblo con la que supo que en el mundo existían miles de bibliotecas, con miles de libros en sus estanterías, libros, con los que pudo ver otros mundos y otros planetas girando en el universo. También supo que debajo de la tierra se anclaban miles de raíces y que gracias a ello surgían por entre los surcos los árboles con los brazos extendidos al cielo, y miles de fértiles llanuras de trigo y muchas más cosas.
Llegó el día ansiado en el que Crispín se despojaría de ese bloque de cemento que cargaba desde su nacimiento, de modo, que, una vez liberado de tanta responsabilidad sintió tal alivio, que gritó de alegría, si, eso hizo el buen hombre, se desgañitó de tanto gritar y dijo al mundo: ¡Me importa bien poco que la cena se haya enfriado!