No hablo de esas mariposas,
a quien les ha sido cosida
las alas.
Ni hablo de mí que ya
no estoy...
Un calmo estar.
La mar.
Sus ojos
Su olor...
No hablo de esas mariposas,
a quien les ha sido cosida
las alas.
Ni hablo de mí que ya
no estoy...
Un calmo estar.
La mar.
Sus ojos
Su olor...
No es esa caja de clips, ni las notas amarillas que están sobre la mesa, realmente es el llegar hasta aquí lo que a una le sorprende. Aún en la penumbra de la madrugada las luces de los autos se vislumbran desde lejos, poco a poco se van acercando. Circulan en ambas direcciones cada cual a sus asuntos, a la cotidianeidad de los días.
Aquella señora se detiene ante el semáforo, mientras tanto ojea el móvil. El señor de corbata fuma un cigarro, parece inquieto, tiene prisa, quizás. El tranvía recorre las vías con el sonido de los tranvías de hoy en día: la señora de pelo negro con gafas lee un libro, aquel señor se atusa el bigote. Hay alguien durmiendo en la parte de atrás. Si hubiera sido el Swansea and Mumbles Railway cuando un coche que al atravesar las vías se quedó parado, quizás problemas de motor, o despiste, no hubiera pasado nada, porque el Swansea and Mumbles Railway era llevado por caballos, pero no fue el caso, de modo que el tranvía embistió al no poder frenar. El coche quedó destrozado. Durante un rato el silencio fue el protagonista. Siquiera un ave circundaba el cielo, ni una brizna de aire.
Los pasajeros rodaron por el suelo y se empotraron en la cabina del conductor, la señora que iba en el auto se había desmayado, tenía un fuerte golpe en la cabeza.
Las sorpresas no siempre llegan envueltas en papel de regalo, ni son abrazos, o besos. Hay sorpresas ingratas, dolorosas.
El caso es que ya he usado las notas amarillas y los clips. Es el trabajo cotidiano, pero realmente no es lo que a una le ha sorprendido.
Fue durante el trasbordo que Digna Gómez había decidido volver. De modo que se quedó en el andén. Llevaba dos maletas y una mochila.
A veces sucede que el arrepentimiento sobreviene así, sin más, por lo que se dirigió a la ventanilla y compró un boleto de vuelta.
Digna Gómez nació en Tetuán un veinte de agosto de mil novecientos diez, y diez hijos tuvo. Pero a esas alturas de su vida ya habían cogido camino. En la casa sólo vivía ella. El esposo huyó un día era un cobarde, además de mujeriego.
Al cabo de los años Digna Gómez agradeció eso, que los abandonara.
Por la ventanilla del tren voló un recorte de la prensa donde se hallaba la esquela de Cecilio Paz, su esposo: cejas prominentes, un rostro basto, nada agradable.
Sonrió por ello. Pidió un whisky. Luego fueron seis más.
Cuando Digna Gómez decidió volver tenía cincuenta años. Todavía conservaba la belleza que los dioses le habían otorgado: un rostro fino, labios dulces. Estatura media. Preciosas piernas. Y ganas, muchas ganas.
A las tres horas de viaje conoció a Guzmán, un pasajero que se dirigía al mismo lugar. Charlaron durante un rato; pero el deseo de ambos pudo más que las palabras.
Fue el polvo más intenso y maravilloso de su vida.
Abrió la puerta y lo primero que hizo fue desnudarse para una ducha. Se había quedado con ganas. Se vistió y salió a buscarlo.
Guzmán la esperaba. Se juntaron las ganas de los dos.
Y así sucesivamente. Aunque Digna Gómez también salía con el alcalde. Tenía una habitación preciosa y elegante con un gran espejo en el techo.
Cuando abrió los ojos lo primero que hizo fue salivar una hebra de baba, y pestañear repetidas veces. Las manos atadas a la cama, y la habitación tan blanca como aquellas nubes que ahora se han posado en la cabeza picuda de la montaña. Oyó el bramido del mar a lo lejos, y pudo ver un punto diminuto de luz que se colaba por la ventana, el faro no dormía. No dormiría el farero, se preguntó. Mientras, volvió a salivar otro hilo y luego, otro.
Mientras yo, repasando los apuntes de historia. Tú que soy yo, en escapada, justo en el
borde filoso de una navaja. Como nos gusta a nosotras, como siempre nos ha gustado...
Para encontrarte basta que yo me encuentre. Pareces una diosa, burlona, algo extravagante
y pagana. Huele a tabaco de pipa, y huele a mariguana.. huele, huele, huele... ¿Tú te comes?
la mandarina en gajos y no a mordiscos, o quizás es lo contrario?
-Es lo contrario, yo me como los gajos de la mandarina y me encanta el jugo de cada uno
de ellos cuando se deslizan por entre mis labios y luego vienen las cosquillas en la lengua,
de cada uno de ellos... luego...
– ¿Luego que? Pues al fin y al cabo, es una mandarina, y una se la come como quiera,
como guste comérsela-
-Está bien así, ok, si vale.. de acuerdo.
Pero vuelvo a los apuntes, son cincuenta folios y debo preparar la clase en dos días, o será
horrible cuando esté dando clases y confundir a los griegos con los romanos, o con los
celtíberos Ohhh! no, no, eso no pasará, mi mente juega y yo me dejo, a veces...
Será una magnifica clase de una hora. Hasta que no suene el timbre nadie se levantará de
sus asientos, y yo ahí de pie, con un vestido de gasa de diminutos claveles rojos, con unos
rabitos preciosos de verde, de ese verde verde que alegra la vista y calma la mente
un verde de quirógrafo cuando se disponen a filetear a cualquiera que osa entrar en el. Un
verde de bosque verde, o verde pistacho un helado sabroso en mis manos, en una
tarde calurosa y la gasa de las mangas agitadas por la brisa y el puente de madera que cruje
cuando lo paso. ..
Pero tú sigues ahí en el mismo borde y qué rabia, y qué ganas de estar contigo, las dos
juntas que soy yo. A veces pienso que eres otra persona, sobre todo cuando tu sombra me
sigue, cuando me miro al espejo y no me veo, no me reconozco; pero tu sonrisa me suena;
un guiño, tu forma de usar el pintalabios: primero la imprimación, luego los toques, y
luego se unen para un perfecta cobertura, y esa boca me suena. Mientras tanto yo me
quedo embobada mirándote... Si, porque oye chica, que no me reconozco, pero soy yo
verdad?... a quién pregunto? Seré tonta.
-Me preguntas a mi mujer-
¿Eres tú?
Claro que sí, ay esa cabeza tuya, tanto estudiar te volverá majareta..
Recojo mi pelo y ja, ja, ja dios estoy loca.
¿Te acuerdas hace un par de años en la estación quinta, cuando casi me mudo de mundo?
Claro que lo recuerdo. Fue una noche fantástica.
-Pues no creas estuve a un paso de mudarme, de mudar la piel y de mudarme toda... jajaja..
(sonrisita) Aquellas luces tan brillantes en el techo, aquella playa serena y de aguas
transparentes : la arena envuelta en mis pies, y yo perdida y libre. Aummm.. había un
grupo de jazz estupendo, el saxofonista creo que era Bill Evans Nada más y nada menos...”
My Foolish Heart” may foless hart, sonaba en esos momentos y la luna bajó a la playa
sonriente y creo que le di un porro.. jaja es broma.. pero allí estaba grande, blanca y llena de
luz; por aquellos años simpatizaba mucho con la luna, me parecía algo extraordinario, hasta
escribí algún poema lleno de versos con lunas llenas y menguantes, muchas lunas, muchas....
...
Shushuuuuuususs!
– ¿Ay que pasa? ¿Por qué me pides silencio?-
Porque me distraes loquita, y no puedo terminar de preparar la clase..
Te hablé de aves torcaces
que se posaron en mi ventana,
picoteando, picoteando,
me dicen que de un largo viaje
han llegado.
Te hablé de las islas de sus volcanes,
de ese espacio entre el cielo y el cráter,
Echeide te dije, es Echeide.
Te hablé y me hablé de caminos
intransitables.
De retamas, lirios, jazmines.
Oído sordo, sólo eso. Con tus manos,
apagaste el silencio.
Y ahora ya no quiero ser cuentista,
el magma fluye de mis venas.
Y querer de mi tierra amores,
vestida de ocre, de azul mar intenso.
Y me veo ahí sentada
en cualquier banco
de cualquier lugar,
abandonada de placer
con los pies cruzados,
un cigarrillo, otro, otro,
esperando no sé qué.
Un ron es la compañía
cuando llega la tarde
fría, lluviosa, tarde.
Envuelvo todo lo que fui
y queda un paquete pequeño,
adornado con un lazo.
Y me vuelvo y no me hallo,
nada es nada, siquiera un suspiro.
La lengua de fuego y humo se explaya como si se tratara de un dragón, que enfurecido sobrevuela la copa de los árboles y se arrastra igual que una serpiente por los troncos y por las retamas. Deja todo impregnado de veneno ardiente. Los lagartos y los pájaros han muerto. Y los hombres gritan aquí y allá y, lamentablemente se haya un cuerpo sin vida en medio del horror.
A pesar de todo es claro que la vida sigue en otro lugar. La evidencia de las personas en las playas; las familias riendo y los niños jugueteando con las olas chicas que llegan a la orilla.
La calle real está invadida de estorninos, quizás huyendo del creciente humo que se cuela por entre las rendijas de caminos y de esquinas.
Alguien se quita los zapatos para refrescarse en la fuente. Las señoras que tienen sus puestos donde empieza y termina la calle, parlotean y enarbolan las manos para atraer a los transeúntes. Melquiades se atusa el bigote y lee la prensa, el párroco se dirige a la tienda del toldo rojo para tomar un gran vaso de horchata de chufa. Debajo de los flamboyanes se hallan cuatro bancos desvencijados, pero con su señorial sello. Por el suelo algunas páginas sueltas con pipas de calabaza para las palomas y en la charca acaban de vaciar un paquete entero de migas de pan para los patos y algunas galletas pequeñas y redondas y azucaradas. Y qué curioso que casi siempre hay un cisne entre ellos, pero no es un cisne negro, tampoco es un cisne blando. Es un cisne, sin color alguno.
La teta de Irinea está a punto de explotar, el pequeño succiona ávido mientras acaricia el pecho. Sus deditos son dátiles dulces. Es extremo, muy extremo el momento tan sutil y delicado entre los dos.
La vieja sube como puede la escalera de piedra, ya casi ni le importa el tiempo que pase hasta llegar al último tramo, ni le importa si alguien se gira o no para ver de qué modo tan decrépito adelante uno y otro pie. Es curioso que en ese recorrido largo tañen las campanas, una, dos, tres, cuatro, cinco... Son las once de la mañana y aún el fuego no tiene adversario. La nube de humo atrapa con sus garras la calle y todo desaparece. Parece un conjuro...
Al pasar el tiempo en esta tarde tranquila que a lo lejos se divisa la gran montaña, un volcán descarado, altivo, hermoso, he querido escribirte una carta, esta carta que reposa en el buró, como cuando los besos se incendiaban para luego dormir en nuestros labios. He querido hablarte, si, hablarte de esta manera y llenar el folio de pespuntes, de esos que parecen hilos perfectamente hilvanados, he querido incluso mejorar la letra, y que ninguna palabra para ti se salga de ningún renglón. Todo perfecto, inmaculado, como cuando se ve el ave circundar el cielo, mi cielo, tu cielo.
Si supieras que cuando nos despedimos dijiste que habías perdido tu reloj de pulsera, pero que ya habías comprado otro, pues fui yo aquella mañana calurosa, cuando ambos dejamos la habitación. Momentos antes lo había cogido, y guardado en mi bolso, ahora lo tengo justo al lado mientras te hablo con letras e imagino tu sonrisa tus manos, todo tú. Late igual que tu corazón: acompasado, delicadamente tú.
Nunca más supimos el uno del otro, pero el recuerdo se hace un jardín de magnolias, un lago cristalino, el devenir de aquellos días calurosos como el de esta tarde que perpetúa si cabe aún más lo que se quedó. Se quedó un propósito.
Quedaron aquellas noches de sosiego al dormir abrazados, exhaustos al no dejar ni un milímetro de nuestra piel sin acariciar, sin besar, si beber. No hubo lágrimas al despedirnos, no hizo falta, solo bastaba con habernos tenido unos días que fue una vida entera: dicen que en el cielo una vida entera es un pestañeo, ay, pero que me estoy poniendo romántica, y pienso que sigo siendo aquella joven de ayer, esta tarde soy la muchacha descalza soy un pozo de ilusiones, y al pensarte te vienes, te vienes derrochando ese perfume que me atrajo: el de tus ojos mirándome, tus zapatos tan limpios y tu pelo perfectamente peinado, ¿Qué pensabas, que yo no había reparado en ti?.
El espejo de enfrente me devuelve a la realidad, pero qué importa eso ahora. Igual estarás tú pintado de canas el cabello, pero con la misma sonrisa perturbadora de entonces. No sabes cuantas veces he dibujado tus labios al pensarte, al pasear por puente de madera que crujía de los miles de pasos de transeúntes. Dicen que se a apolillado, pero aún sostiene las prisas o las pausa de quienes lo transitan, a mi me sigue gustando porque debajo fluye el río que fuimos amándonos cada día.
Me pregunto qué será de tus días, probablemente seas feliz, igual que yo. Tendrás una familia que te quiere, igual que yo. Después de todo tenía que ser de esa manera.
Por aquel entonces el ruido éramos los dos. El viento y la lluvia éramos los dos.
Los trenes éramos solo tú y yo abrazados en el vaivén y al despertar una estación, una vía donde no había nadie, solo el rastro de nuestros pasos en el andén.
Tengo un café humeante justo al lado de tu reloj, lo dejo adrede por ver cómo se extingue el calor que desprende, el olor, el reguero de partícula aromatizando la habitación. Es tan confortable tenerte aquí, a mi lado, en mis letras, en tu reloj; en el café que tomábamos mientras reíamos, sorbo a sorbo, como cuando tumbados en el colchón al paladear la esencia de dos: arribándonos en el mismo puerto el de dos cuerpos temblorosos con el sudor en la frente de amarnos.
Gratamente volví contigo en cada renglón y tu conmigo hasta el final del papel. Sería injusto dejar de darte la mano, que te alejes y te pierdas detrás de aquel horizonte. No lo voy a permitir. Sería una traición de verbos conjugados en el candor de la hierba, y tu nombre, porque todo fue a propósito de todo.
Con las prisas de hoy en día se me había olvidado tenerte también con aquel vino rojo: verte con los ojos brillantes de juventud. Se me olvidó el chocolate de tus dedos recorrer mi piel.
Quizás ni llegues a leer mis letras, pero fíjate que esta tarde se me antojó volverte a ver...
Equidistantes se hallan las unas de las otras: la casona con la escalinata de piedra labrada. El establo, y en el piso alto el gallinero. Las demás casas son más sencillas, estrictamente sencillas. Con total impunidad crecen fortalezas de maíz a lo largo de la finca, parecen arrabales casi se puede sentir como late debajo de la tierra todo ese imperio de raíces bien ancladas; los penachos abatidos por la brisa inquisidora de los alisios se resisten una y otra vez, estoicamente. Variopintos y diminutos cuerpos de las espiguillas danzan al aire, son olas y un mar. La huerta, otrora ríos de lava, quizás, ahora la flota de navíos por encima del mar precipitándose vertiginosamente y abriendo camino a la vida, ¿Para cuando la ciega? Las conversaciones entre las señoras y señores habitantes de las casas comprenden, desde las compras en el mercado, las ropas de los inviernos y los veranos, los castigos a los chiquillos en la escuela, excusa incomprensible, no para los padres, y el eslabón perdido de la familia que viajó a Cuba; un fluir de notas musicales, algunas graves, otras más delicadas, pero por sobre todo lo demás, los días de la siega son luminarias a este lado y al otro, cada cual se afana en lo suyo, y estrictamente necesario hablarán del conflicto que se haya lejos, pero necesariamente desean esa verborrea tan inocua que se pasea entre las bocas agradablemente.
Agitando pañuelos se quedó Isabel en el muelle cerca del mercado de abastos, un buque gris y desvencijado llevaba tanta juventud dentro, tanta como un prado de oleaginosos girasoles: escribe, le dijo. El hijo dijo que si, por pronunciar esa palabra tan exquisita sabía que haría la felicidad para la madre, hacer la felicidad lleva poco tiempo, basta asentir con buena voluntad, y dejar que un beso volado se escape.
Metódicamente algunos de ellos tuestan el café, la señora de la casa se encierra en la cocina pintada de verde con una pequeña ventana, y hace girar el cucharón de madera hasta que se impregna todo con ese olor típico que agranda las fosas nasales, crea ambiente, diría yo. Es magnífico contemplar el páramo sobre todo en primavera, cuando se redescubren los colores y las sábanas ondean detrás de las casas, en los patios, cerca de las charcas, es una espléndida obertura en medio del caos que se haya allá, detrás del horizonte…
Cómo pudo suceder que
entre manglares, juncos,
de brotar la vida se llenan.
En el albor los primeros
rayos de Sol despiadadamente,
como flechas se clavan en aguas
tranquilas, que la vida se halla
aquí y allá. Subir a chola peldaño,
a peldaño y llegar y querer ver
por encima de las nubes: mar de ellas.
Cómo pudo suceder que
aún en la muerte de las cosas
sigue el palpitar de todo.
Nada cambia, nada se pierde.
Las hueveras de alpaca relucían en la mesa y el café humeaba igual que una chimenea, pero eso no era lo que en realidad llamaba la atención a Prudens, no, ciertamente no eran esas relucientes hueveras sobre la mesa con mantel bordado. El vestido de rosas rojas y mangas bombachas estaba listo; ella lo habría recogido a primera hora del día, realmente eso era lo que la hacía feliz, lo que la exalta, de modo que allí estaba pendiendo de una percha en su habitación, cada cual lo habría visto y alguien habría dicho que era un vestido superfluo, anodino. El dolor que sintió Prudens cuando oyó eso fue el mismo dolor aquel, que Helena le produjo cuando le perforó el lóbulo de las orejas, si, realmente fue ese pinchazo el que la habría hecho derramar lágrimas en silencio…
Hubiera preferido recibir mil azotes; hubiera preferido asentir a las tediosas clases de costura los miércoles y los viernes, pero no fue así, realmente el suelo se hundió bajos sus pies mientras retumbaba en las paredes de la sala el desprecio absoluto y la negación de lo que para ella era evidente; por lo tanto la tarde había caído y la noche habría llegado y Prudens habría derramado otra vez aquellas lágrimas en silencio.
Tuve oportunidad
al dejar atrás el dolor,
al saber de sus bondades.
que no eran para mi.
Tuve la cobardía de pensar
que fue una mentira,
nunca lo fue y yo lo sabía.
Hoy se asoma tímidamente
el declive de la vida,
y los dos sabemos
que un día sus bondades
no fueron para mí.
Pero aún así le doy la mano,
aunque por dentro no sea la misma.
Quise libertad, quise un abismo,
para poder volar.
Ahora tengo todo eso,
me tengo a mí misma,
y eso me basta.
El cobertor le rodea y ella encuentra un punto de apoyo en el viejo sillón. La brisa de la noche se cuela por la desvencijada ventana, acaricia su rostro. Es un beso venido desde lejos. Tararea entre susurros la música del viejo bistró. Una nota en la mesilla le recuerda en qué momento debe de tomar la medicación, y en un buró de caoba una carta de amor permanece infinitamente inmortal; le gusta releer la posdata: Misty, es la consigna por la que debían o no, volverse a ver. El funeral fue discreto. Ítaca la acogió en sus transparentes aguas.
Me causa dolor tan fiero, tan imposible de determinar, se dijo. Como sea que a pesar de que no estaba sola profirió tal frase que se dispararía de sus labios igual que una flecha hacia el exterior de la balconada, audaz, intrépida semejante a una larga bocanada de humo haciendo jirones. La señora alta que preparaba la merienda se encogió de hombros consintiendo lo que había oído; su deber pues era preparar las meriendas en las tardes ya fueren umbrías, ya soleadas. Abajo, en el pasillo rodeado de muros fríos y llenos de culantrillos dormía el baúl traído de la lejana tierra de Calcuta, contenía mas peso en el lomo de nogal, que lo que hubiese estado en su interior: camisas con blondas, vestidos de seda; mitones, etc. Prefirió el café, al té, las galletas de mantequilla, al pan tostado, sentarse en la tumbona del pequeño jardín, a ocupar una de las sillas de la sala. Las cartas que había escrito se amontonaban, algunas parecían servilletas bien colocadas, bien dobladas. Todo ello sobrepasaba el espíritu de ella, tan lleno de romanticismo y para nada escéptica; por lo tanto cada noche una carta, y la luz de un candil.
Acicalando redes; porteando objetos aquí y allá, las señoras lucen ambarinas caminando entre adoquines al lado del mar. Resoplan algunas y baten sus mandiles igual que las alas de las mariposas; sin embargo, sucede que otras señoras se muestran atrevidas y vanidosas…,
Ora tiendas de bellos objetos se exponen detrás de los escaparates, ora el sol con su trazo ocre atraviesa el cristal, cual magnánimo rey, y aborda cálido todo su interior. Entre idas y venidas se cruzan miles de pasos. Una señora protege su rostro que igual que la porcelana, adquiere una luz y un velo transparente, sutil,
Aquellas otras van descalzas con las sonrisas permanentes; con perlas adornando sus cuellos, perlas, perlas, que laboriosamente pulen, pulen al lado de aquella playa con su arena negra…,
¿Se cruzan miradas? No. Cada cual en su hilera de adoquines, cada cual haciendo esto o aquello…,
Le había conocido en una película de los años setenta; cuando el ataúd se hundió en el lodo una sonrisa escapó de sus labios rojos, mientras palpaba el dolorido brazo.
La ropa blanca ondeaba al viento, y el sol iluminaba hasta las puntas de las sábanas, llenó todas y, otra, y otra. El griterío de los chicos en la cocina hizo que dejara el cesto de mimbre en la pileta. La leche humeaba y las galletas que habían quedado demasiado tostadas llenaban las bocas de los niños. No habían pasado más que unos pocos años después de la gran contienda y aún escaseaba comida y la ropa era cosida una y otra vez por las mismas manos que luego, secaba al aire siempre esperando el amarillo ocre que aparecía por el horizonte. Unas cuadras más arriba la familia Ortiz se llenaba la boca con alfajores y mazapanes recién horneados por la Clarisas. Los jueves tocaba plancha. Buenos días señora, dijo la madre de los niños. Buenos días replicó la señora Ortiz. Hay una montaña más alta que un carrusel, de vestidos y de calzones de mis pequeños esperando en la habitación de planchado, le dijo. Mientras secaba la frente de sudor y espaciaba el agua sobre aquella ropa tan cara, observaba a sus seis chiquillos y una discreta sonrisa se escapaba de entre sus labios agrietados.
Yo no sé de esas tierras
secas, y las raíces que
gritan porque no pueden
ver el sol.
Yo no sé de esos lugares
donde nadie mira al cielo,
parecen cuervos, sólo esperan
sacar los ojos: ceguera.
Y me miro ahí pidiendo lismosna,
con el rostro oculto,
porque he donado hasta mi alma.
Y soy una ilusión creada para mí,
sin saber que soy alguien.
Un reflejo en el lago: nenúfares.
Incorpórea.
Ya no estoy.
Un simulacro dijeron...
Y por entre cortinas de agua
se hayan los sueños,
una vez soñé todo lo que anhelaba.
A veces la voluntad es tan fuerte
que el deseo se hace realidad.
Y por entre cortinas de agua
se haya mi alcoba
llueve sobre mis hombros
llueve en mi rostro,
siempre.
Alguien dijo: besos siempre.
Quizás sea yo un simulacro,
un espírito que recorre
miles de años
detrás de cortinas de agua...
Ayer una bandada de pájaros
dejaron ciega a la Luna,
y los nenúfares en el lago
y los juncos, se durmieron
para siempre.
Ayer una bandada de pájaros
dejaron huellas, dentro, en mi corazón,
y los recuerdos volvieron,
lapidando lágrimas.
Ayer prometí mi asuencia
mi tan querida y amada ausencia,
¿Dónde se esconde lo que fuí?.
El soplido del viento hace que los árboles de la plaza se bamboleen como un vals en una fiesta. Las persianas se hacen alfombras que, como la señora Moli agita en el aire para retirar el polvo, con ese pelo rojizo que la caráteriza.
Los mirlos, gorriones, y tórtolas entre la fronda esperan a que amaine, alguien dijo que habría un gran temporal. Con el ceño fruncido el señor del estanco había escuchado. De ninguna manera penso, es una exajeracíón cuando las personas inventan historias, y van más allá de todo se produce una desconexción, y se confunde lo real y lo irreal, dijo. De modo que siguió con sus queahceres, claro está que habríría el estanco y dejaría revistas y prensa adornando la fachada. Pondría un banqueta como todos los días, porque no había dia ni hora en que Mauro González lo visitara. Charlaban largo rato.
Mauro Conzález tomaba mate, y volvía a contar historias de cuando joven en Argentina. Aunque añoraba su tierra ya hacía muchos años que vivía en Liberty City.
En otoño las hojas caían como pequeños diamantes, delicados, amorosos. Alfombraban todo. De modo que el ocre se acentuaba con pinceladas amarillas.
La señora Moli como cada día se acercaba al estanco a por alguna revista y también café. Mauro Gonzalez vendía café, también puros de la Habana.
Titi Moli le decía amigablemente el estanquero, quédate un rato más Mauro González no tardará en venir, tomará mate y nosotros café. Si, claro que si, replicó la señora Moli. Hablaron del viento que había agitado la noche anterior árboles y persianas, del modo en que las hojas caían y dejaba una gran colcha de patchwork.
Definitivamente Liberty City es una ciudad encantadora, aún con el viento, que no temporal dijo el estanquero.
Charlaron tanto que se les olvidó todo: sus quehaceres, recados.
Pero quedó la amistad. Quedó Liberty City, y Argentina.
No será el tiempo
el que cubra de olvidos,
mi recuerdo.
No será el tiempo
el que haga frenar la deseada
caída al precipicio.
Será el tiempo el que anclado
se quede, como un barco
despúes de la tormenta.
A veces cuando una observa las montañas y el valle cree escuchar el eco de otro tiempo, de gente que ya vivió allí.
El transcurrir del tiempo ha esculpido cada roca, los caminos llevan miles de pisadas. Las casas más antiguas áun conservan el estilo: fachadas de piedras. Hay costumbres que no se han perdido: en las puertas cuelgan ristras de ajos. Los habítantes más viejos se persignan varias veces en el día
De modo que una se adentra en esa otra vida.
Los puestos de verduras y frutas, la iglesia de piedra negra y cristales de colores, los transeuntes aquí y allá. Los caballos, los carros, la música de la taberna; los buenos bebedores de Whisky. El chapoteo de los niños en el barro. A los ladrones se les castiga en la plaza: azotados hasta que sangran sus espaldas, o también condenados a duros trabajos, algunos son fusilados en el acto.
El olor nauseabundo sobre todo de los hombres cuando regresan de caza, o de algún enfrentamiento con los otros pueblos rivales, se cuela por las narices, por eso las mujeres tienen que cubrise el rostro, y más aún cuando alguno de ellos se acerca a algún puesto para comprar queso y pan.
Ahora el sol se esconde, y poco a poco, el manto gris de la noche cubre todo.
Es una escena interesante: vidas que ya no están, pero que poblaron el mismo sitio de los que ahora habitan el lugar.
Le dije que si cuando me preguntó si podía darle un bollo, pero desapareció, o quizás fue la imaginación. Nunca se sabe.
Como cuando noviembre chirrìa, cuando la lluvia cae a torrentes
por las sólidas paredes se adentran las manos de agua...
Un violín hace eco y retumba más que el trueno, más que los aplausos
de unos pocos absurdos gentiles...
Como cuando noviembre viene y se queda en los retratos sepia, que aún,
permanecen colgados en la misma pared de musgo, de años...
Háblame, no dejes de hacerlo... sienteme que me llego aprisa a tú. Háblame, aunque sean
dos líneas de odio, de rechazo...
Como cuando noviembre chirria, cuando la lluvia cae a torrentes...
El sol en su infinita venevolencia surge timidamente en el horizonte. Los lobos salen de las madrigueras para cazar. Esos instantes en que comienza un nuevo amanecer son como las sagradas escrituras.
Ahora se hace un trazo en el cielo, blanquecino.
Los sauces se valancean, hay una suave brisa recorriendo sus ramas. Los pinzones azules, los gorriones revolotean buscando algún gusano, por entre las ramas al suelo, luego vuelven. Algunos al nido donde los polluelos. Hay una danza magistral: es la natura. El horizonte toma color y es ocre con puntos de luz aqui, y allá. El remanso de paz se hace abrazo.
Es despertar en lo difuso
es una despedida allí,
en ese abismo.
¿Quíen llevará la yunta?
Yo, me dije. (pero soy intangible).
Es despertar en lo difuso
por creer que fue verdad,
se volaron los sueños.
Es una bruma que envuelve
acercando- se a mí,
mayestatica estoy, (frente al espejo).
Tenía una conducta execrable, a pesar de que en un primer momento no fuera de ese modo. Se acomodó en un despacho contiguo al de Samuel Ortega: director.
Pidió unos cuadernos, unos lápices. Tenía una tos seca. Tosía a menudo.
La voz sonaba igual que un serrucho aserrando madera. Un culo enorme y los brazos caían hasta las rodillas. En un principio parecía aletargado. Incluso hacía gestos de perro casero, de esos que se arrinconan es su sitio preferido, en algún sofá. Las primeras dos semanas el ambiente aún no estaba enrarecido, cada cual con su trabajo, a mitad de mañana un café.
Al finalizar el mes de julio fue cuando empezó una especie de acidez, como cuando las náuseas, el dolor, la irritación aflora. Un estómago del revés.
Aunque habitualmente se podía escuchar a Beethoven por crear un ambiente plácido, sosegado. No bastó. El veintiocho de julio a las nueve de la mañana se escuchó un berrido, sin duda era él, por que ya conocíamos a Samuel Ortega.
Pasaron dos años para que el personal se acostumbrara. Al fin y al cabo las personas se amoldan a casi todo. Luego fueron muchos más. Es una berrea, dijo alguien. Otros sonrieron. Presumía de moreno brillante, de hombros anchos, incluso de su aborrecible carácter. Cuando se fue la mesa tenía una hondura bastante pronunciada, como si hubiera querido tirarse al lago, (los puñetazos sobre ella eran día si, y día también).
A finales de verano alguien apuntó con el dedo justo en su nariz. Le dijo que tenía que abandonar la empresa.
Hoy soy de esos días
de arboleda , verde arboleda
de peces espléndidos surcando
el mar.
Hoy soy de esos días
de rincones insólitos,
de tuburios.
Y todo parece que vuelve,
vuelven los pájaros
y el aguila.
Vuelve la tormenta
y despierto de mi sueño.
Y todo parece que vuelve,
un puñado de ti.
El encuentro es esfuma...
Te recuerdo ahí en la vereda,
de flores pintada.
el mecer de las horas dormida,
en la huella, en el pasado.
Te recuerdo ahí en la vereda,
acurrucada en la almohada.
de relatos y otras inquietudes,
la agenda llena.
Te recuerdo ahí en la vereda,
en un presente fortuito.
torpe cruce de tiempo,
querer lo que no puede ser.
En las aproximaciones del puerto donde los barcos, cruceros, yates, se exponen quizás por el simple hecho de tener que atracar, y también por la belleza de cada uno de ellos, se halla la casa de Barbaríta Méndez. Una casa de madera pintada de un azul intenso, con un porche.
Barbaríta Méndez siempre ha vivido en el mismo lugar, de hecho vino al mundo en la casa. La partera, que era de esas mujeres amañadas, la trajo al mundo, sin menospreciar a su madre, que bastantes dolores sufrió. Nueve horas esperando a que la niña se decidiera salir a este mundo de locos, de cuerdos. Un mundo de posibles, y de imposibles. De quereres, y no quereres. Una batalla que desde el mismo momento en que una criatura nace se enfrenta a ello.
Barbaríta Méndez nunca se casó, ni tuvo novio, ni novia. Le gustaba vivir en soledad. Pintó muchos cuadros, navegó por casi todo el mundo.
En el año mil novecientos setenta y cinco, con un velero pequeño salió al mar con la intención de dar la vuelta al mundo. Los primeros días fueron buenos. La travesía se presentaba agradable. De modo que, además de las provisiones, y la compañía de Ernesto, dos agapornis: macho, y hembra.
Sucedió que estando en la segunda semana el tiempo cambió considerablemente y el mar ya no era calmo, ahora rugiría. El velero trastrabillaba hacia ambos lados. La proa empezó a hundirse en aquellas olas de los demonios, era una lucha, una guerra. El inmenso piélago quería devorarlo todo, pero no fue así, aunque Barbaríta Méndez también lo creyó.
Afortunadamente y después de tres días de tormenta llegaría la calma.
Barbaríta Méndez se sintió orgullosa de sí misma.
Una mañana se percató de que los agapornis habían anidado. Se quedó pensativa.
Cómo era posible que ante la adversidad, lo cruento de las olas, esta parejita haya creado descendencia. Si, realmente pensó eso. Pero la mayoría de las especies de que habitan la tierra tienen descendencia, aunque Barbarita Mendez, no.
Durante el viaje la familia había aumentado: ahora serían tres más sus papás.
Una noche estrellada mientras se fumaba un cigarrillo observando una luna grande y luminosa se dio cuenta de la hazaña que había logrado, sonrió. Sonrió también cuando después de una ducha se miró al espejo y ya no estaba aquella chica de pelo rubio, ojos verdes, no. Ahora Barbaríta Méndez era una señora entrada en años, una mujer valiente que casi se había comido el mundo.
Cuando regresó a puerto los agapornis ya habián vuelto a tener más descendencia.
-Estos niños son la repera, se dijo. Se sentó al lado del timón y los dejó libres.
Me despido de ustedes mis chicos, mamá está cansada, dijo Barbarita Méndez.
Si, mamá, porque al fin y al cabo eran su familia….
Hoy en día Barbarita Méndez ya no se acuerda de nada, siquiera sabe quién es.
Con noventa y ocho años y tres meses come galletitas y compotas.
Debió pensar que se encontraba en la amazonía. La incesante lluvia que se derramaba por entre las casitas. El camino embarrado, sólo el rumor de aquel río derramandose sobre todo.
La noche se hizo eterna. Los ojos de la mujer, que ya entrada la madrugada y casi al amanecer, permanecieron abiertos observando el diluvio. Había tomado café unas cuatro veces. Apurando un cigarro tras otro.
Tuvo tiempo de recordar cómo in extremis le había salvado la vida a Luciano. La operación duró ocho horas: un corazón maltrecho había sido sustituido por otro, sano, joven.
El hombre había tenido una vida bastante ajetreada: prisas, enfados, drogas, alcohol...
De modo que ella salvaba vidas, como quiera que sea que las personas se hayan cuidado o no. Muchas veces la vida se va por cualquier causa, o cosa.
La tristeza constante apaga cualquier corazón. Las penalidades, el hambre, las guerras. La voluntad de desaparecer de este mundo es un motivo que cada vez se acrecenta más.
Sumergida en esos pensamientos, y satisfecha por el resultado de la operación, el tener un corazón latiendo en sus manos, la evadieron por completo. De tal modo que no advirtió que el agua había llegado a los tobillos.
La casita se había anegado. Pero no se amedentró, al contrario, estuvo achicando agua toda la noche.
Sobre las siete de la mañana tuvo que salir al camino: el barro todavía fresco le llegaba hasta casi las rodillas. Avanzó lentamente hasta la furgoneta, rezó para que el motor no tuviera problemas. Veinte minutos tardó en conseguir que el vehiculo se pusiera en marcha. No tenía prisa. Estaba tranquila.
Si, definitivamente era la amazonía, pensó, mientras llegaba a la iglesia que fue refugio de los lugareños hasta que cesó la tormenta.
Armendia le ofreció unos panecillos y un zumo.
Ya tenía muchas ganas.
Los aquellos que alaban la Ciencia por ser un arma intrínseca en los individuos están de celebración siempre.
María Gladys Estévez.
PD. No sea yo quien deba decir que la paz también es un arma potente, tanto que evita la muerte de lo que más amamos
No sea yo quien deba decir,: no hace falta que pongas barreras en tu puerta impidiendo mi paso por si escribiera unos versos en tu jardín.
MGE.
En realidad no prestaba la atención suficiente que debía, el calor sofocante no dejaba que se concentrara. Además de todo eso había bebido lo suficiente como para siquiera saber dónde estaba.
Las luciérnagas llamaban su atención y no quitó ojo durante casi toda la noche: aquel brillo acaparaba toda la atención que podía.
Para nada, y aunque estuviera ebria, su conducta no era ni mucho menos execrable.
Aunque sólo escuchaba murmullos allí se hablaba de muchas cosas, por ejemplo: de la línea de tren que pronto inaugurarían y que vendría muy bien para todos. En un valle y a una altura considerable viene muy bien, dijo alguien mientras fumaba un puro. Llevaba una chaqueta de lino y pantalones a juego en color gris, un sombrero de ala ancha, unos zapatos de charol rojo.
-A propósito de ello, dijo Eulaly, hay cierto rechazo por parte de una minoría, pues según dicen será una aberración para el páramo. Un valle verde y limpio.
El señor de los zapatos de charol rojo se atusó el bigote entre murmullos: “paparruchas, paparruchas”.
Una de las luciérnagas se posó en la nariz de Genoveva, que como se hallaba en esas circunstancias pensó que había sido un beso. Y buscó, buscó para saber quién había sido.
Trastabillando se quedó de pie, se dirigió a Eulaly por si había sido ella, pero en el mismo momento en que se hallaba muy cerca cayó al suelo estrepitosamente. Allí quedó por varias horas, y aunque el señor de los zapatos de charolo rojo intentó levantarla, Eulaly dijo que no, que la dejara ahí que estaba muy bien.
Pues, si definitivamente la solución es el tren. Digan lo que digan los demás, aludió Eulaly, y el señor de los zapatos de charol rojo, pero no quitaba ojo a Genoveva. Salivaba, además de permanecer en decúbito prono.
Después de haber charlado sobre el tren toda la noche cada cual se fueron a sus respectivas casas.
Genoveva se quedó en la misma posición, pero cubierta por miles de luciérnagas. Brillaba como una estrella.
Al día siguiente el cuerpo había desaparecido.
Ahora sería una luciérnaga más esperando la próxima victima...
Se habían despedido el mismo día en que se encontraron, solo que, ninguno de ellos lo sabría hasta pasado unos años, en que, l...