Izac García frente al mar, pensaba
que las olas eran como colas de caballo: olas rubias, olas negras,
olas pelirrojas…
De
modo que todos los días hablaba de coger la chalupa y echarse al
mar, a la isla grande, iría con las hermanas y con la madre, iría
con el sombrero de copa pequeña, con el traje de los domingos y con
la biblia, con chapas plateadas. El viento hizo que se arremolinaran
las olas y que trastabillara el barco, y que todos vomitaran a menudo
y durante toda la travesía, siquiera tomaron agua. Poseidón,
probablemente deseó que sucumbieran y llegaran a sus manos, los
devoraría al instante, y luego se dormiría plácido entre olas.
Pero llegaron después de dos noches en que siquiera la luna brilló;
siquiera la luz de algún faro, porque los faros, y es de
costumbre, han de permanecer erguidos como soldados, valientes ante
las grandes batidas de espuma blanca; han alumbrar a los
desorientados, alumbrar a un barco mercante, o simplemente permanecer
ahí, para consuelo, como refugio, pero no tuvieron esa suerte, la de
encontrarse con uno de esos faros, que en esas circunstancias sería
como ver a Dios.
Un
sol enorme de dedos les apuntó a la cara, cuando por fin llegaron a
puerto. Olía a herrumbre; a marisco. Sabor a mar, sabor a esperanza.
Izac García, y las hermanas, y la madre, saltaron al muelle, como lo
hacen los cervatillos, cuando están en el prado, felices.
Aquel
hombre de barba espesa y blanca les esperaba, y abanó con el pañuelo
como señal. Acudieron a él pero no sonrieron, acudieron y se dieron
las manos como saludo, luego les llevó a una vieja pensión, allí
permanecieron tres días, hasta que el mismo hombre de barba espesa y
blanca les avisara. El nuevo hogar esperaba y las tierras, también.
Por aquellos tiempos los cuervos habitaban la isla de forma
desproporcionada: Eran cuervos grandes, con fuertes garras, cuervos
que sobrevolaban las cabezas de cualquiera, que sobrevolaban entre
las altas palmeras. Y casi aullaban, como los lobos.
Unos
animales muy inteligentes. Audaces. Con el plumaje negro como la pez.
Con unos ojos especialmente brillantes…
Aremoga
fue la primera de las hermanas en lanzar un grito al aire y dar un
gran salto de alegría. Los demás también, pero bastante menos, más
sigilosos, mas comedidos.
La
casa era pequeña hecha de piedras y con tejado mezcla de paja y
teja. La teja cocida y rudimentaria. Dentro, dos o tres chamizos. Un
espacio pequeño para cocinar alimentos con leña, y una olla con
varias abolladuras. Los medianeros por esa época eran muchos, y
trabajaban la tierra de los señores…
Izac
García, y las hermanas, menos la madre, que quedaba al cuidado de la
comida, ya estaban trabajando aquellas tierras llenas de verdes
hortalizas, de papas, y de algunas cosas más. Aún no despuntaba el
dorado, cuando ya estaban en pié, con los atrezos y con las telas de
saco en sus cabezas, porque a esas horas y sobre todo en invierno, el
frío les hacia brotar sabañones en los dedos, además de tener las
narices siempre frías como témpanos de hielo. Los martes, y
miércoles, las hermanas se intercambiaban los zapatos hechos de lona
y zuela de goma. Los martes los llevarían Aremoga y Herminda, y los
Miércoles las otras dos hermanas: Arundina y Atanasia.
Izac
García trabajaba de sol a sol, mientras que las hermanas lo hacían
en jornadas un poco más reducidas. Porque cuando había que cargar
leña en los carromatos para los señores, a Izac, se le partía la
espalda y el alma: Pero en la casa no faltaba, por lo menos tres días
en semana algo de comer: Papas, algo de gofio, y poca verdura, muy
poca.
Una
vez salió de entre las montañas una Luna redonda y brillante. Todos
dormían, pero era la luz que emanaba el astro tan intensa, que la
casa se iluminó con una brillantez inusual, y es que a veces, la
luz toca el alma de las personas buenas, toca con calidez, con amor.
Inunda todo, como cuando cae un torrente de agua y anega la tierra.
-Ese
chico me gusta, dijo Arundia, será mi esposo, volvió a decir.
Habían
pasado varios meses, y cada cual llevaba la vida como podía. A pesar
de los malos tiempos, a pesar de todo, pero eran jóvenes, los
jóvenes son así, tienen ilusiones, son felices. -Mira el mar, qué
bonito es, dijo Atanasia, si, realmente es hermoso, ahora es azul,
después será verde o pardo, algún día viviré al lado, viviré
entre los callados (piedras redondas erosionadas), seguro que lo
haré, se volvió a decir.
La
madre de todos ellos había perdido la memoria, y siquiera cocinaba,
porque una vez llenó el caldero de rabos de lagarto, en vez de
papas. La apartaron del fuego y la dejaron por muchas horas al día
en la terraza de piso de barro, sentada, con los ojos de niña y las
manos arrugadas.
El
guarapo había quedado en el olvido de sus labios, pero no en el de
sus corazones, aquel roque negro y hermoso también permaneció en
sus recuerdos. Y la vida de cada uno de ellos transcurrió tranquila
y sacrificada, llena de sinsabores y de sabores.
Las
personas descubren nuevas tierras, nuevas formas de vivir, aún en el
sometimiento y la esclavitud, pero al fin y al cabo, siempre llega de
alguna manera, la libertad.