Y si por algún capricho
del destino
de vuestra presencia
Fuera yo premiada
Os juro, a vuestros brazos
Sin dudarlo...
Blog de María Gladys Estévez. Si supiera dónde se encuentra la verdad tendría otro comportamiento. No entiendo este modo de vivir.
Y si por algún capricho
del destino
de vuestra presencia
Fuera yo premiada
Os juro, a vuestros brazos
Sin dudarlo...
La Luna ha crecido y se ha desbordado y brilla y reparte todos sus guiños y todos caen igual que la lluvia serena de diciembre sobre el rostro. ¿dormido? Casi sonríe, casi llora, casi despierta, pero, no. Las nubes cubiertas de invierno caminan en lo alto, cerca del cielo y los hombros del padre sucumben al dolor y su corbata nada tiene que ver con el color que ahora tiene su corazón. Un piélago inmenso y cristalino abraza a la madre dormida y rodeada de cirios que son luciérnagas y brillan con la misma intensidad que sus ojos brillaban ayer.Ayer fue tan pronto, tan cerca...
Era una puta preciosa, la primera vez que la vi fue en el metro. Me atrajo su deslumbrante cuerpo, sus ojos color miel. Tenía el pelo recogido y llevaba un vestido lleno de lentejuelas, que, parecían estrellas. Con el tiempo descubrí que era psicópata, pero ya a esas alturas nos acostábamos y comíamos juntos dos veces por semana. Sus jadeos haciendo el amor, su manera de moverse, de besarme y casi de devorarme, habían anulado mi voluntad. Los lunes nada más levantarme la llamaba para quedar. Mis orgasmos eran los más intensos que había tenido nunca. Ella besaba mis labios, recogiendo cada hilo de saliva de mis comisuras, lamiendo cada rincón de mi rostro y succionaba mi cuello igual que una vampiresa en celo. Me había confesado algunos de sus crímenes, al principio, me sobrecogí y quise salir huyendo, pero algo me retuvo junto a aquella mujer. Una noche leí entre líneas su pensamiento, por la forma en que me miraba. Fui asesinado un dos de diciembre, nunca faltan flores en mi tumba dos veces por semana.
Dudó en el color de la bata, al final se decidió por el azul con florecillas blancas.
Ese día decidimos luchar contra el enemigo. Empuñamos las viejas escobas que apenas contaban con algunos penachos; un grito de guerra y nos adentramos en el peligroso bosque, donde miles de ojos nos acechaban.
Hoy crucé el puente que va al centro, a la calle del Castillo. Una mañana soleada a pesar de la lluvia del día anterior. El barranco de Santos con tantos años a cuesta queriendo llegar al mar, pero le cortaron el camino…
La torre de la Concepción inalterable. Las callejuelas, los transeúntes, el tranvía… El parque del Príncipe llenito de palomas y gente cansada, sentada en las viejas sillas de madera roídas por el tiempo. Gente sin sonrisa, gente callada… Gente triste, gente soberbia. El puerto con los grandes cruceros, descienden turistas ávidos de conocer la isla, copan la calle en poco tiempo, la calle principal, después de haber cruzado la Plaza de España.
Las persianas se recogen para que entre la luz de la mañana, los mirlos picotean esto y aquello.
Aquella dependienta sale al la calle para encender un cigarrillo, el humo hace giros y quién sabe donde terminará, si difumina en el aire, seguramente, si, seguro.
Pero ese gris de la gente no termina de convencerme. El gris de sus ojos, el gris de sus labios, el gris de sus pasos en las calles empedradas.
¡Ay!, y esas montañas que quedan atrás, qué hermoso paisaje.
Quien las hubiera visto sin barreras, sin los edificios sesgando su belleza milenaria …
Pero todo sigue igual: gris, un gris marengo para mejor definición. Los susurros de algunos transeúntes se escapan volátiles: que si tengo que comprarme un móvil nuevo, que si tengo que comprarme unas botas altas; que si la peluquería; que si tenemos que llamarnos más a menudo. Sería bueno organizar aquella excursión que teníamos pendiente, eso dijeron un grupo de amigos en la otra esquina de la calle .Habría que ver qué aparente entusiasmo había en aquellas palabras; pero todo queda relegado a otro momento, en otra ocasión, como si la vida se prolongara más allá de los años. Balbuceos aquí, allá. Felicitaciones por algún cumpleaños en lo alto de aquella tasca. El zigzagueo de un chiquillo con sus patines calle abajo, probablemente se dirige al colegio.
El policía comprueba si el mendigo se ha dormido para siempre, lo mueve con el pié, por ver si respira, por ver si abre los ojos; la boca reseca, los labios partidos, la fiebre de la noche, las manos sucias.¿ Pero y los demás? Esas personas que suben y bajan la calle aún duermen, apenas si parpadean, buscan un café que les quite el bostezo… Trajeados unos, otros con sencilla vestimenta, pero el color no llega a ninguno. Sigue ese gris tan triste. Vuelvo tras mis pasos y de nuevo el puente, ahora veo los viandantes de frente, musitando algo, con prisas, sin mirar a nada, recluidos un día más en la calle, en el mundo que conocen, en el que quizás crean que están a salvo.
Y yo me pregunto ¿Dónde están los sombreros rojos? La libertad se pasea desnuda, y sólo un sombrero rojo puede cubrir la cabeza, por aquello del sol…
Pasear entre las páginas de un libro, un libro de cuentos: caminos aquí y allá.
Entre caramelos de café se había envuelto, como cuando una mano hubiera acariciado.
Ahora una hermosa higuera, ahora un tornado de estorninos. Una nube gandula sonríe.
A la izquierda juegan unos niños, cada uno con su cometa, la brisa es propicia.
Un ejército de hormigas desfila en el borde filoso, quizás algún trozo de pan de la merienda, quizás, entre líneas, e imágenes fosforescentes. ¡Qué revuelo!
Chocolates, duraznos, fresas en aquella otra esquina ¡Qué bonito! .
Aquí es donde se pliega el papel : un castillo azul, un puente, malvaviscos,¡ esponjita!
Arboledas. Un río pequeño que fluye con sus peces y todo,¡ si hasta parecen de verdad!
Huele a cotufas. Un mastín ríe a carcajadas. Un búho duerme. Aquella carpa habla mientras recorre las aguas, algo sabrá, algo querrá decir.
Hay dos percheros. Son de la ropa de la bruja, es muy ordenada. La escoba justo allí, en la parte derecha de una página, la siguiente página. ¿Cencerros? si, lo llevan aquellos corderos, pero el perro guardián les ha desprovisto de ellos porque los corderos deben ser libres, muy libres.
¿Falta una página? Si pero mañana, ahora sale la luna. Hay una luna grande.
Una guitarra suena. Gary Moore.
Aquí en la charca croan las ranas. Hay un plantón de tuneras alrededor.
¿Pero falta una página verdad?
A veces una se queda observando una mesita y encima una escultura. Es curioso porque además de no ser de mucho gusto, siquiera tiene alguna forma definida.
Pero en ese momento suenan teléfonos, y recorren el pasillo varias personas. Cada cual a sus cosas. Intento descifrar el “enigma” que me produce verla. En realidad he estado toda la mañana intentándolo. Podría ser una señora que sostiene un cesto sobre la cabeza; también podría ser que llevase una bandera en representación de algo: el día de la revolución, o también un francon feminista.
Es claro que por mucho que me empeño en saber qué pueda ser no puedo con una mínima certeza siquiera adivinar.
Y es que un escultor cuando tiene la piedra delante seguramente ya sabe qué será.
Como un cocinero con los condimentos. Se afana orgulloso del plato que quiere preparar.
¿Te quedas?-
No, ya salgo-
“Y si me pronuncio
y te digo
que
se me antoja
se
me
antoja”
Cuando se anda veredas, callejuelas, caminos, una, siempre piensa el modo en que se pueda observar la apariencia de las cosas, y de las personas.
La señora que se ha cruzado conmigo lleva un bolso, un pañuelo, y poca sonrisa.
(Quizás haya nacido sin muecas).
Hay un señor que fuma en pipa. Espera por un café y lee la prensa.
Las montañas picudas de Anaga se me antojan hadas y duendes. Siempre ahí. Perduran en el tiempo. Y es que el alma se ensancha, si. Es hermoso poder ver todo eso y más.
El mercado se llena de luces a todas horas. Aquel chico con calcetines y alpargatas, aquella niña vendiendo verdura, porque es una niña. La miro y me sonrie, como sólo lo hacen ellos.
La quietud del momento proporciona una dejadez inducida, una paz inigualable.
¿Quiere dulces?, dice aquella señora que se esmera en limpiar todo, todo limpiecito.
Claro que si, contesté.
Y es que ahora no hay sombras ni penas, ni llantos, ni guerras.
Es el modo en que se pueda obserbar todo.
La desnudez del alma por fin.
Es curioso que sea un simple paseo el que de vida, derroche confetis.
De modo que ese poco de espacio se ha guardado en un cofre para siempre.
¿Ha dejado de repirar?.
Si.
Ya se ha ido.
.
Fue imposible desear no permanecer allí. Su pecho ardía como si una espada lo hubiera atravesado.
Ese día las palomas se amontonaron en el patio, justo al lado de la capilla, eran tantas, que casi no se podía caminar. El mar permaneció calmo todo el tiempo, y el sol esculpía con sus rayos los rostros sombríos de algunos, sobre todo los que se hallaban detrás de la cristalera.
Se contuvo por un rato, incluso ofrecía algo de beber o de comer, con el gesto amable, pero con el dolor en los ojos; pero todo era tan irreal. Lo sabía, y sabía que de un momento a otro estallaría de rabia y de pena, y los rizos del cabello se desmoronarían como el serrín cuando cae en diminutas partículas de polvo.
La criatura nació una tarde de mayo, un hermoso niño de ojos negros y pelo rubio.
-Hola mi amor, le dijo. Soy tu mamá, prosiguió.
Se sentía muy dichosa a pesar de lo agotada por el parto, pero eso era algo insignificante para ella, realmente la felicidad inundaba la habitación y la sonrisa se explayó, como un bostezo. El pequeño lloraba. Ella lo acercaba a su pecho con mucho cuidado para amamantarlo, luego se cruzaron la miradas.
El regreso a casa causó una expectación increíble. La cunita blanca en una esquina de la habitación y al lado el ropero. Se había preparado unos días antes meticulosamente, a falta del tul para cubrir. Luego llegaron los seis angelitos muy bien guardados, cada uno en una caja. Seguramente habrían de adornar el capazo y la cuna; eran muy bonitos y poco vistos, porque se cocieron literalmente en el horno; luego, una capa de pintura azul y para las alas, un color ocre suave. A Lilia le gustaba eso de hacer angelitos con el sobrante de pan duro.
El eco de aquellos días felices resonaron en su cabeza como golpes de martillo, como cuando el herrero faena distraído de todo y se afana.
-¿Quieres el misal?, le dijo la señora, una de tantas que permanecían en silencio, como si en verdad aquel infierno le quemara siquiera un dedo de sus manos, pero allí permaneció hasta que hubo terminado la misa, luego, se fue. Todos se fueron.
-No, dijo. Y de nuevo volvió a mirarlo. Era tan bello, tan sereno dormía. Quiso romper con sus manos el cristal, y gritar, y correr y besarlo. Pero clavó las uñas en su estómago, y sangró su boca y quiso vomitar la cruel despedida...
PD. volveremos a vernos. Yony.
Pero es un día maravilloso, dijo.
¿Y ese estruendo?.
Es un avión contestó la señora que vendía rosquetes, y pan de centeno.
¿Qué cosa sucede para que los días sean maravillosos?.
No sucede, sólo es algo impredecible, algo que nadie puede ser capaz de predecir, en cierto modo lo creo así, dijo Matilde.
Díra yo que es una Serenade, volvió a decir.
Entonces es como un vals de mariposas revolotenado aquí y alla pensó María.
Si, eso es. Y también un ramo de nenúfares con flores.
¿té o café?
Un té por favor y unas galletas.
Yo un café bien cargado, negrito, oloroso como un beso.
Pero también en los nenúfares hay ranas.Croan, croan.
¿Recuerdas Matilde cuando pasabamos horas observando en la charca de abuelo aquellas ranitas tan lindas?.
Si, pero ahora nada queda. Ahora suena un piano con música triste, muy triste. Quizás es la hora de irnos.
Claro, dijo María.
Nos vamos juntas.
Y aquí se queda todo: una vida repleta de aconteceres. Unos buenos, otros malos.
Lo mejor de todo es que ahí se quedan y nosotras a descansar.
Te quiero prima,
Y yo a ti también.
Izac García frente al mar, pensaba que las olas eran como colas de caballo: olas rubias, olas negras, olas pelirrojas…
De modo que todos los días hablaba de coger la chalupa y echarse al mar, a la isla grande, iría con las hermanas y con la madre, iría con el sombrero de copa pequeña, con el traje de los domingos y con la biblia, con chapas plateadas. El viento hizo que se arremolinaran las olas y que trastabillara el barco, y que todos vomitaran a menudo y durante toda la travesía, siquiera tomaron agua. Poseidón, probablemente deseó que sucumbieran y llegaran a sus manos, los devoraría al instante, y luego se dormiría plácido entre olas. Pero llegaron después de dos noches en que siquiera la luna brilló; siquiera la luz de algún faro, porque los faros, y es de costumbre, han de permanecer erguidos como soldados, valientes ante las grandes batidas de espuma blanca; han alumbrar a los desorientados, alumbrar a un barco mercante, o simplemente permanecer ahí, para consuelo, como refugio, pero no tuvieron esa suerte, la de encontrarse con uno de esos faros, que en esas circunstancias sería como ver a Dios.
Un sol enorme de dedos les apuntó a la cara, cuando por fin llegaron a puerto. Olía a herrumbre; a marisco. Sabor a mar, sabor a esperanza. Izac García, y las hermanas, y la madre, saltaron al muelle, como lo hacen los cervatillos, cuando están en el prado, felices.
Aquel hombre de barba espesa y blanca les esperaba, y abanó con el pañuelo como señal. Acudieron a él pero no sonrieron, acudieron y se dieron las manos como saludo, luego les llevó a una vieja pensión, allí permanecieron tres días, hasta que el mismo hombre de barba espesa y blanca les avisara. El nuevo hogar esperaba y las tierras, también. Por aquellos tiempos los cuervos habitaban la isla de forma desproporcionada: Eran cuervos grandes, con fuertes garras, cuervos que sobrevolaban las cabezas de cualquiera, que sobrevolaban entre las altas palmeras. Y casi aullaban, como los lobos.
Unos animales muy inteligentes. Audaces. Con el plumaje negro como la pez. Con unos ojos especialmente brillantes…
Aremoga fue la primera de las hermanas en lanzar un grito al aire y dar un gran salto de alegría. Los demás también, pero bastante menos, más sigilosos, mas comedidos.
La casa era pequeña hecha de piedras y con tejado mezcla de paja y teja. La teja cocida y rudimentaria. Dentro, dos o tres chamizos. Un espacio pequeño para cocinar alimentos con leña, y una olla con varias abolladuras. Los medianeros por esa época eran muchos, y trabajaban la tierra de los señores…
Izac García, y las hermanas, menos la madre, que quedaba al cuidado de la comida, ya estaban trabajando aquellas tierras llenas de verdes hortalizas, de papas, y de algunas cosas más. Aún no despuntaba el dorado, cuando ya estaban en pié, con los atrezos y con las telas de saco en sus cabezas, porque a esas horas y sobre todo en invierno, el frío les hacia brotar sabañones en los dedos, además de tener las narices siempre frías como témpanos de hielo. Los martes, y miércoles, las hermanas se intercambiaban los zapatos hechos de lona y zuela de goma. Los martes los llevarían Aremoga y Herminda, y los Miércoles las otras dos hermanas: Arundina y Atanasia.
Izac García trabajaba de sol a sol, mientras que las hermanas lo hacían en jornadas un poco más reducidas. Porque cuando había que cargar leña en los carromatos para los señores, a Izac, se le partía la espalda y el alma: Pero en la casa no faltaba, por lo menos tres días en semana algo de comer: Papas, algo de gofio, y poca verdura, muy poca.
Una vez salió de entre las montañas una Luna redonda y brillante. Todos dormían, pero era la luz que emanaba el astro tan intensa, que la casa se iluminó con una brillantez inusual, y es que a veces, la luz toca el alma de las personas buenas, toca con calidez, con amor. Inunda todo, como cuando cae un torrente de agua y anega la tierra.
-Ese chico me gusta, dijo Arundia, será mi esposo, volvió a decir.
Habían pasado varios meses, y cada cual llevaba la vida como podía. A pesar de los malos tiempos, a pesar de todo, pero eran jóvenes, los jóvenes son así, tienen ilusiones, son felices. -Mira el mar, qué bonito es, dijo Atanasia, si, realmente es hermoso, ahora es azul, después será verde o pardo, algún día viviré al lado, viviré entre los callados (piedras redondas erosionadas), seguro que lo haré, se volvió a decir.
La madre de todos ellos había perdido la memoria, y siquiera cocinaba, porque una vez llenó el caldero de rabos de lagarto, en vez de papas. La apartaron del fuego y la dejaron por muchas horas al día en la terraza de piso de barro, sentada, con los ojos de niña y las manos arrugadas.
El guarapo había quedado en el olvido de sus labios, pero no en el de sus corazones, aquel roque negro y hermoso también permaneció en sus recuerdos. Y la vida de cada uno de ellos transcurrió tranquila y sacrificada, llena de sinsabores y de sabores.
Las personas descubren nuevas tierras, nuevas formas de vivir, aún en el sometimiento y la esclavitud, pero al fin y al cabo, siempre llega de alguna manera, la libertad.
Pero si esta tarde tomamos té sería algo realmente maravilloso, dijo Prudence.
Lo dijo en el momento en que comenzaba a llover: una explosión de confetis cayó y cubrió todo.
Claro, replicó Eulalia.
Esperaban a Elisa. Después de mucho tiempo se volverían a encontrar.
Detrás de la estación trabajaban para ampliar la gran avenida, de modo que el ruido era infernal como si de verdad estuvieran socavando los oídos de los transeúntes que no paraban de ir a un lado y otro, cada cual a sus cosas.
De aquella esquina ondeaba como las banderas el humo gris que producía el asador de castañas. Cerca se hallaba una floristería. Entrar en ella era perderse en un vergel: petunias, claveles, lirios, rosas, hibisco, lirio amarillo, azalea, dalia, buganvilia, hortensia.
Un carrusel es la vida, dijo Eulalia, ciertamente eso dijo mientras encendía un cigarro.
¿Y la guerra?, preguntó Prudence.
Eulalia no contestó, no lo haría.
¡Ah!, la guerra, ese monstruo que devora todo, dijo alguien mientras leía la prensa.
-Una limosna en el nombre de Dios, dijo el mendigo: todos los días derramaba la música por entre los callejones, y se explayaba más allá del Cielo.
Pero iremos luego a la tienda de sombreros, dijo Eulalia.
En realidad nadie escuchaba nada, siquiera veía nada.
Los cirios brillan con una incandescencia tal que parece el Sol. De modo que una se muere también en Semana Santa. Sopla un aire caliente como si el Cielo se preparase para llorar. Las calles que ando son estrechas, vestidas de esas piedras redondas y brillantes del paso del tiempo.
Ahora la señora Estévez sale de la tienda de sombreros, quizás se haya llevado el más bonito y elegante, eso es realmente lo que una piensa.
Si, es bonito. Lo lleva puesto.
Pero huele a incienso, y a jazmines. Las chimeneas humean, probablemente es hora de comer. Hay una banda de música en aquella marquesina. Es un grupo de jóvenes, menos el señor Domínguez que ya cuenta con muchos años.
La señora Eulalia camina hacia la Iglesia lleva un vestido largo, tanto que le cubre los pies. Me acerco a ella. Entramos al mismo tiempo. Una se sorprende porque admira los retablos, los cuadros, las luces de lámparas, el señor crucificado. (Es tan joven. Tiene un rostro bonito, pero está muerto).
Un gemido de dolor el de la señora Eulalia. Arrastra su cuerpo de rodillas hasta el altar.
¿Una promesa?.
Es un barbaridad eso. Es la culpabilidad, el arrepentimiento. Pedir perdón. Suplicar ayuda.
Rogar por todos los males. Estoy en una esquina y sigo observando.
Es necesario eso, me pregunto.
Para la señora Eulalia si.
Y es que cada cual puede ver la vida como sea que donde hayan nacido se les haya inculcado esto o aquello. Es una verborrea inútil. Las personas sufren por ello.
Fuera se escucha música. Es la banda de la marquesina.
De modo que salgo de la iglesia y me dirijo hacia allá.
El señor Domínguez con la batuta que alza arriba y abajo, izquierda y derecha.
Son movimientos suaves, muy cuidados. Es excelente.
Las escaleras que van a la marquesina están cubiertas de hojarascas. Aquel niño sube y baja varias veces. Y es que es mágico escuchar sus pasos en las secas hojas.
Hay un vaivén de gaviotas surcando el Cielo.
Como si por esas fechas todo el mundo se conmoviese, realmente es así, es una ceguera que en cierto modo proporciona una ignorancia sana.
Las alondras con su trino largo, musical.
La niña tararea algo mientras se columpia, fuera en el patio.
Una no puede dejar de observar, escuchar, opinar.
Todo lo que el espacio ocupa se envuelve de ese olor típico, incluso hay personas que se visten para la ocasión. A las señoras se les realza la figura: mantillas, mitones, volantes.
¡Oh!, pero realmente es agradable todo.
Y el olor se repite en ondas y ondas girando aquí y allá: incienso, jazmines.
“Me dejé llevar
por la ausencia”
En el tintero habría una rosa de rafia, es significativo que esa pieza tan especial haya sido lugar donde algo hermoso reposa. Como los sueños cuando habita un cercado de estrellas, un bosque.
El soplo de aire se ha colado por dos ventanales, ahora avanza para dejarse caer como un pañuelo de seda sobre el escritorio, que ha permanecido un tiempo considerable sin manos que lo toquen, sin historias en los folios ausentes.
De una ciudad que considerablemente se me antoja triste, gris, sin la propia esbeltez que hubiera podido conservar, por sus monumentos, por aquel café donde años atrás las tertulias fluían igual que el batir de alas de mariposas. Pero las perpetuas charlas de cada día, de los días de ahora, son como miles de moscas que se quedan atrapadas en una botella de vinagre, que alguien había dejado sin tapa. ¿Se imaginan cómo suenan?, esas charlas tan poco agraciadas: que si el tiempo está cambiando, que aquella señora, la dueña de la panadería se ha quedado viuda. Es como si el colesterol malo aumentara de golpe y porrazo. Son conversaciones que no llevan a ninguna parte: tan vacuas.
La situación que describo, el del tintero y la rosa es motivada en parte por la casualidad de que la ventana estuviera abierta, y que el día se me antojara color violeta, y que ese soplo de aire fresco haya recorrido sutilmente mi escritorio, mientras tomaba un café negro y corto.
Una situación adversa, aunque gratificada por la diversidad de colores en los rostros de los transeúntes, como un arco de iris provocado por las gotas de vapor de esa atmósfera bendecida por los dioses. Como quiera que resultara mi visión ante el glorioso momento, tuve la oportunidad de comprobar el girar de esa ruleta que es la cotidianidad de los días, un gran espectáculo, que en algunas ocasiones se podría enmarcar. Lo cierto es que la charlatanería no pasa de moda, la verborrea insulsa se hereda de generación en generación. No es menosprecio, es quizás el poco afecto que sentimos por las cosas realmente importantes, interesantes. Trato de no hacer apología en lo que se refiera a exaltar en demasía lo correcto, lo formal, lo instructivo. En cierto modo, y alejando las mediocridades en general, siempre se aprende algo de lo vulgar, aunque parezca kafkiano.
Es extraño que el tranvía cruce la misma tierra de antaño, que la traspase igual que un topo arañando los surcos en que un día crecieron los tomateros y los bancales plantados de papas, y otros mas allá de calabazas, y otras hortalizas; realmente es curioso mas que extraño ver ese pequeño trenecito borrando el pasado, y es que siempre hay un tiempo nuevo, incluso el que vivieron personas que ya no están, siempre, siempre, hubo un tiempo nuevo.
Por la disposición de la cesta pensaría que los tomates estarían listos para servir. Aliñados en platos blancos, con ajo y aceite. La señora Bernarda entraba y salía de la cocina, afanada, con un paño entre las manos, un paño algo sucio, porque quizás no se limitara a dejar en el fuego una sola olla, probablemente habrían tres fuegos lanzando sus llamas al mismo tiempo. Habría un solomillo en uno de los calderos, atado con precisión, para que no escapara ninguna hebra que desmoronara el redondo aspecto, que una vez cocinado llevaría como adorno un ramillete de perejil troceado. Estaría al acecho removiendo de vez en cuando. Y los otros dos fuegos con sus calderos llevarían trozos de boniatos, y en el último: tocino, verduras, hojas verdes…
Detrás, en el patio, un tropel de sábanas pendiendo mecidas por una brisa de aire fresco.
La discreción de Bernarda a la hora de salir y entrar y de vapulear el paño era nula.
En las casas con cocinas grandes y con una gran ventana que da a un patio de naranjos y una fuente, sobran las razones por las que, y en este caso, Bernarda siquiera conocía lo que significaba ser discreta. Naturalmente que no lo era, tres guisos al fuego, y la felicidad en el rostro de ella. ¿Porqué habría de ser discreta? No renunciaría a ese máximo placer, el de entrar en aquella cocina y recrearse con los útiles: cacerolas redondas, otras algo abolladas, cucharones, y una larga y bella fila de cucharas y tenedores, y cucharillas, y cuchillos. Y su mandil, de un estampado peculiar, un mandil con figuras geométricas unidas en forma de anillos, cada uno de diferente color.
.
le puse el seguro a la puerta del auto
y al levantar la mirada vi a este tipo
caminando hacia mí
se parecía a Peter mi viejo amigo
pero no era Peter
era un hombre demacrado
en jeans y camisa azul de trabajo
y me dijo:
“oye, mi esposa y yo
necesitamos algo para comer,
morimos de hambre”
Miré detrás de él
y ahí estaba
su mujer
que me miró con ojos a punto
de lágrima.
Le di un billete de cinco.
“¡Te amo, hombre!”, gritó,
“No me lo gastaré en bebida”.
“¿Por qué no?”, le contesté,
“Es lo que yo haría…”
Me alejé para entrar a un edificio
arreglé unos cuantos asuntos
salí
regresé al auto
como siempre
pensando
si hice lo correcto
o si fui víctima de un engaño.
mientras conducía
recordé mis años
de miseria
hambriento más allá de cualquier arreglo
nunca pedí a nadie
un centavo.
esa noche, después de unos tragos,
le expliqué a la mujer con la que vivía
lo mucho que daba dinero a vagabundos
pero que yo
en los tiempos más obscuros
de hambre en mi vida
me negué a pedir nada a nadie.
“lo que pasa es que ni para eso
servías”, dijo ella.
Henry Charles Bukowski (nacido como Heinrich Karl Bukowski; Andernach, 16 de agosto de 1920-San Pedro, 9 de marzo de 1994) fue un escritor de relatos, novelista y poeta estadounidense nacido en Alemania. Fue un representante del realismo sucio y es considerado como un «poeta maldito», debido a su excesivo alcoholismo, pobreza y bohemia.1
Cortésmente había posado, no sin su gato, que más que gato parecía una Esfinge. Las patas se aferraban a la mano de la señora de tal forma que, esta permanecía inmovilizada hasta que Alterio consintiera.
A ambos lados del canal las casas a esas horas reciben la luz del sol y brillan de tal forma que no sería difícil quedarse largo rato contemplando las fachadas que parecieran emerger igual que Isis; la parsimonia de la señora ante el fotógrafo en cierto modo resultaba agradable a la hora de obtener una buena instantánea, ella ofrecía todo aquello que hubiese sido necesario para recrear un buen retrato al más puro estilo clásico. Tenga en cuenta mi nariz, le dijo. Seguramente debió pensar que unos retoques podrían disimular las facciones muy mucho, ya que no le agradaba en demasía aquel pico de águila entre sus hermosos ojos azules…
Abacanada, presuntuosa y mal educada la señora Ariel trataba de abstraerse en cada toma pensando en sus quehaceres, y en cada una de ellas un gesto diferente, una postura forzada e irreal, además de tener que soportar las vejaciones de Alterio, sobre todo cuando el felino se orinaba encima del vestido, o de sus vómitos a lo largo de la larga trenza en los momentos en que este regresaba a casa con la panza llena de ratones: babazorro le decía con un despectivo movimiento de cabeza al verle regurgitar y relamer. La segunda Venecia quizás, farfulló el fotógrafo mientras intentaba mejorar la imagen de la señora Ariel en cada toma, en cada clic, si, realmente es de admirar las casas a un lado y al otro resistiendo el paso del tiempo y en cada una de ellas los ventanales parecen proclamas para que estas sean admiradas por visitantes y convecinos, sabía que pecaba de ñangotado, pero había que ganarse los cuartos, y ella, la señora Ariel a lo suyo, con el torso recto, con un rictus extremadamente forzado, de modo que el jornal ganado y la señora contenta de ser inmortalizada…
Por mucho que se empeñó en querer asistir a la fiesta de cumpleaños, por mucho que se había acicalado, la magia se había roto como un frenazo en seco de un coche a punto de estallarse contra un muro. De modo que regresó a la habitación no sin antes haber llorado como una niña y haber pateado la arena negra de la playa de Duque.
Se quitó el vestido que se había arrastrado y dejado un surco en el mismo borde donde iban y venían las olas. Estrepitosas olas, encadenadas olas. Llevaba un bonito recogido, que atado con horquillas y un adorno de plumas realzaba su cabellera negra...
La luz del día entraba por el ventanal y también recorrió el pelo, ya suelto, ya libre, como si fuesen nidos de golondrinas en cada tirabuzón. Pero la lluvia de lágrimas se habían desbordado como un río caudaloso, sin medida, sin freno, hasta quedar dormida sobre la colcha de patchwork. . Aquella fiesta la había esperado unos meses antes, estaba segura de poder asistir, incluso ya tenía el regalo, un bello lienzo de Monet que ella misma habría pintado con delicadas maneras, con entusiasmo e ilusión. Acostumbraba, cuando empezaba un cuadro, cerrar persianas y puertas, solo la música habría de escucharse, como cuando se hace un silencio apacible, como si hablaran las hadas. En este caso Schubert sería su inspiración, un agradable columpiarse debajo de un sauce, melodía de dioses.
Una ducha había emborronado el maquillaje, mojado el pelo, una ducha caliente, y después dejarse caer y quedarse con la cabeza gacha, gimoteando aún.
Antes de quedarse rendida y postrada en la cama, sucedió todo eso. La marchita tarde que cubrió de gris el esplendor de ella, el vestido que habría rasgado con unas tijeras, y dos horas antes relucía en la percha cubierto de tul, de flores, de primavera...
Los mitones se quedaron por el camino, apenas se había alejado de la casa cuando supo que ya no habría sol. No germinarían los sueños, no habría agua para dar de beber a los camellos en un desierto, la tierra agonizaría, el día sería noche, tan noche como la eternidad. Y es que es tan cruel la vida a veces, las perspectivas ya no serían las mismas al contemplar uno de sus lienzos. La ceguera habría irrumpido igual que un dragón lazando llamaradas de fuego, destruyendo los sueños...
Algunas personas cruzan la calle, otras vienen de frente.
Aquella guagua está repleta de personas, ahora gira a la derecha, desaparece al entrar en aquel túnel.
¿Me compra algo?, dice la señora.
-Una limosna por favor, dice Lucas el señor que fue a la guerra y se dejó allá la memoria y el alma.
Ahora cae al asfalto el señor con bermudas, lleva dos bolsas.
¿Le ha pasado algo?, ¿se hizo daño?, dijeron dos señoras.
Tengo el móvil en las manos y entra un Wass: entonces nos vemos a las dos de la tarde en la tasca el Pecado?-
Si, claro.
Pero qué bonitas esas gaviotas aún en la confusión por sobrevolar el centro comercial. ¿Se habrán olvidado del mar?.
-Lleve un númerito señora la suerte está de su parte, dijo Gregorio-
Hay en aquella esquina un perrito, lanudo. Espera a su dueño, o dueña. (sabe que lo premian con alguna golosina).
Al pasar el tiempo en esta tarde tranquila que a lo lejos se divisa la gran montaña, un volcán descarado, altivo, hermoso, he querido escribirte una carta, esta carta que reposa en el buró, como cuando los besos se incendiaban para luego dormir en nuestros labios. He querido hablarte, si, hablarte de esta manera y llenar el folio de pespuntes, de esos que parecen hilos perfectamente hilvanados, he querido incluso mejorar la letra, y que ninguna palabra para ti se salga de ningún renglón. Todo perfecto, inmaculado, como cuando se ve el ave circundar el cielo, mi cielo, tu cielo.
Si supieras que cuando nos despedimos dijiste que habías perdido tu reloj de pulsera, pero que ya habías comprado otro, pues fui yo aquella mañana calurosa ,cuando ambos dejamos la habitación. Momentos antes lo había cogido, y guardado en mi bolso, ahora lo tengo justo al lado mientras te hablo con letras e imagino tu sonrisa tus manos, todo tú. Late igual que tu corazón: acompasado, delicadamente tú.
Nunca más supimos el uno del otro, pero el recuerdo se hace un jardín de magnolias, un lago cristalino, el devenir de aquellos días calurosos como el de esta tarde que perpetúa si cabe aún más lo que se quedó. Se quedó un propósito.
Quedaron aquellas noches de sosiego al dormir abrazados, exhaustos al no dejar ni un milímetro de nuestra piel sin acariciar, sin besar, sin beber. No hubo lágrimas al despedirnos, no hizo falta, solo bastaba con habernos tenido unos días que fue una vida entera: dicen que en el cielo una vida entera es un pestañeo, ay, pero que me estoy poniendo romántica, y pienso que sigo siendo aquella joven de ayer. Esta tarde soy la muchacha descalza soy un pozo de ilusiones, y al pensarte te vienes, te vienes derrochando ese perfume que me atrajo: el de tus ojos mirándome, tus zapatos tan limpios y tu pelo perfectamente peinado, ¿Qué pensabas, que yo no había reparado en ti?.
El espejo de enfrente me devuelve a la realidad, pero qué importa eso ahora. Igual estarás tú pintado de canas el cabello, pero con la misma sonrisa perturbadora de entonces. No sabes cuantas veces he dibujado tus labios al pensarte, al pasear por puente de madera que crujía de los miles de pasos de transeúntes.
Dicen que se a apolillado, pero aún sostiene las prisas o las pausa de quienes lo transitan, a mi me sigue gustando porque debajo fluye el río que fuimos amándonos cada día.
Me pregunto qué será de tus días, probablemente seas feliz, igual que yo. Tendrás una familia que te quiere, igual que yo.
Después de todo tenía que ser de esa manera.
Por aquel entonces el ruido éramos los dos. El viento y la lluvia éramos los dos.
Los trenes éramos solo tú y yo abrazados en el vaivén y al despertar una estación, una vía donde no había nadie, solo el rastro de nuestros pasos en el andén.
Tengo un café humeante justo al lado de tu reloj, lo dejo adrede por ver cómo se extingue el calor que desprende, el olor, el reguero de partículas aromatizando la habitación. Es tan confortable tenerte aquí, a mi lado, en mis letras, en tu reloj; en el café que tomábamos mientras reíamos, sorbo a sorbo, como cuando tumbados en el colchón al paladear la esencia de dos: arribándonos en el mismo puerto, el de dos cuerpos temblorosos con el sudor en la frente de amarnos.
Gratamente volví contigo en cada renglón y tú conmigo hasta el final del papel. Sería injusto dejar de darte la mano, que te alejes y te pierdas detrás de aquel horizonte. No lo voy a permitir. Sería una traición de verbos conjugados en el candor de la hierba, y tu nombre, porque todo fue a propósito de todo.
Con las prisas de hoy en día se me había olvidado tenerte también con aquel vino rojo: verte con los ojos brillantes de juventud. Se me olvidó el chocolate de tus dedos recorrer mi piel.
Quizás ni llegues a leer mis letras, pero fíjate que esta tarde se me antojó volverte a ver...
Ya publicado. Lo he dejado otra vez por aquí.
Y se habría despertado con el mismo sueño de siempre. Un piano en medio de aquella sala. Una habitación, ni tan grande, ni tan pequeña con las cortinas púrpura ondeando por la brisa que con sus dedos no dejarían de acariciar el terciopelo.
El incesante ruido de la fuente en el patio, como un chisporroteo de luces que se mecen, una y otra vez al fluir el agua, ese ahogo de bienestar que se propaga alrededor de la casa. El chip, chip, de un acuoso mundo dentro de una pileta, tan bellamente expuesto en el terrazo.
Un sigiloso topo rasgaría las vestiduras de la tierra donde los plantones de rosas esperaban resurgir, este hallaría el modo de atravesarla con una maestría, que sin duda alguna obraría el milagro de la naturaleza. De modo, que amén de todo eso, el ulular del viento sería grato para los que en la noche no pueden conciliar el sueño, o eso creen, por querer inspirarse al mirar por la ventana y ver los abatidos lirios, y aquel naranjo que en vaivén se inclina varias veces luchando por quedarse inmóvil, plagado de fruta olorosa. Alrededor la calle vacía. Siquiera alguien que se dignara salir. De manera que habría un silencio angustioso de pasos aquí y allá. Porque es justo la hora esa de la madrugada en que, la quietud de las personas pesan, porque dormitan como si una muerte súbita se los llevara por unos instantes para luego volver, y quizás acomodarse en alguna postura más placentera.
Como quiera que las horas de la noche tienen el color gris adornando los tejados de las casas, sobreponiéndose a los rayos del sol, hay ondas que en todo momento sobrepasan el límite que ningún humano pueda percibir, siquiera ser conscientes del estado en que se podría revelar su materia algo que de momento pueda ser tangible, pero que, como una fusión, se pueda volver intangible.
Quiso hacer un café corto para poder seguir sintiendo todas esas sensaciones, esos ruidos de la naturaleza, la quietud que sentía en el
Pero se detuvo. Un sollozo en la antesala hizo que retrocediera. Salió de la cocina y se acercó sigilosa hacia la persona que lloraba tapando su boca con un pañuelo por no gritar. Se quedó sentada a su lado para consolarla, pero siquiera advirtió su presencia, siquiera dijo nada, un desconcierto grande la hizo reflexionar el porqué. Dado que enfrente, justo enfrente se hallaba un cirio y luego, otro, y otro, y como la joven no dejaba de llorar, ni caso alguno al querer consolarla, se acercó más hacia el foco de luz de los cuatro cirios, pero sus ojos salieron de las órbitas, sus manos frías temblaron y no pudo gritar, no pudo: ella, con un sudario y un rosario, en el sarcófago, plácidamente dormida, esperando la desaparición de su cuerpo.
Se habían despedido el mismo día en que se encontraron, solo que, ninguno de ellos lo sabría hasta pasado unos años, en que, l...