Cae la tarde, a contraluz aún se ve el ocre del sol que desaparece para dejarse caer al otro lado del mundo. El quicio de la ventana me ofrece una mano y apoyo mi brazo; el drago se yergue igual que una pirámide, permanece estático envuelto en anillos que el tiempo talla, y que revela que ha observado casi todas las estrellas y casi todos los amaneceres. Sus finas hojas se bambolean y parecen miles de aplausos; el susurro del aire penetra en un vórtice turbulento acariciando la bella escultura. Dos gatos se pasean en la yerba en un sonoro ronroneo, terminan alejándose cuando comprueban que la cena no está en ese lugar.
Una fina capa de lluvia esparce gotas de ámbar y en cada una de ellas, todas las lágrimas que tiene el cielo. Rezuma el almizcle de las rosas, de los lirios y poco a poco avanza la oscuridad y se recuesta sobre el inmenso piélago de estrellas.
Un portazo espanta algunos mirlos que pasaron la madrugada en la copa del drago, y ese mismo estruendo retumba en mi cabeza igual que una daga cuando se clava en el corazón, y vuelve entonces la escena que me hace agonizar una muerte lenta de sentimientos. El monstruo negro abre sus fauces y vomita todo lo que temo, lo que inquieta mis largas horas de hastío, de soledad. Es una muerte lenta que traspasa mi pecho miles de lanzas frías como carámbanos...
Que riqueza de matices y trazos de naturaleza en la descripción de esa tarde que se va hacia el ocaso en un paisaje de encanto.
ResponderEliminarDesgraciadamente,los monstruos negros con sus fauces afiladas son actores en todas las historias de desamor y finales agónicos y poco felices que devoran sin piedad.
He llegado a este tu blog y me gusta tu prosa con descripciones poéticas y,con tu permiso,por aquí me pasaré de vez en cuando.
Saludos.
Me alegra que te guste.
ResponderEliminarAbrazo.