De
chica se había criado en el campo. Nació un día de enero frío, de
ese frío que aunque cale los huesos es un soplo fresco para las
almas; necesitan eso, sentir una lluvia de besos fríos, un piélago
de ellos desprendiéndose desde el Cielo como gajos de mandarinas.
La
niña era preciosa: un pelo negro como la pez, unos ojitos brillantes
como la Luna.
A
medida que pasaban los años y casi sin percatarse, los padres de
Rosa María se sorprendían porque así, sin más ya se había
convertido en una muchacha hermosa.
Por
aquellos tiempos las chicas se casaban pronto, había que hacerlo
según la sociedad: tener hijos y cuantos más mejor. Hacendosa en el
hogar para que el esposo al regreso de su trabajo fuera recibido con
honores.
Todo
limpio, inmaculado.
La
muchacha obedeció sin resistencia alguna.
Aconteció
un día en el que había recibido el don de la maternidad y luego
pasados unos años volvería a traer al mundo a otra criatura, de
modo que cumplió con los mandatos de una sociedad que sólo imponía
y no había intercambio alguno, siquiera otra oportunidad, teniendo
en cuenta que había nacido en el seno de una familia humilde.
Llegó
el momento del parto: una preciosa criatura.
Rosa María era muy feliz con su bebé entre sus brazos. (en realidad
eran dos niñas).
Pasaron
unos años. La niña contaba con cinco años de edad.
Retrocediendo
en el tiempo, Rosa María, mientras duró su infancia había sido la
niña más feliz del mundo, tanto que rebosaba ese perfume de dioses
alrededor de ella.
Una
niña sensible y muy sentimental, pero al mismo tiempo pícara y
traviesa.
“Más
alto, más alto”, decía al columpiarse.
Cuando
alcanzó la edad de los ocho años la niña comenzó a tener
problemas de alergias alimentarias.
En
una reunión familiar la tita Lucrecia había repartido almendras
para los niños de la casa: hermanos, primos y amigos.
“
Tita, tita, Rosa María no respira, dijo uno de ellos”.
Como
es de suponer la tita Lucrecia acudió rauda y contemplo lo dicho:
Rosa María no respiraba.
De
modo que agarró a la criatura y giro su cuerpecito intentando de
algún modo salvarle la vida.
Pero
no bastó con eso.
Ya
venía de camino el médico del pueblo. Unos minutos después
respiraron tranquilos todos.
Había
vuelto a la vida milagrosamente.
Pues
bien volvamos al presente.
Cuando
la criatura de Rosa María contaba con los cinco años de vida, y su
hermanito con un año, se habían propuesto reunirse en casa de los
abuelos para celebrar las fiestas navideñas.
Todo
el mundo, incluso Rosa María se habían olvidado de sus alergias
alimentarias.
La
mesa adornada con toda clase de abalorios de colores: renos,
estrellas, copos de nieve, en medio los alimentos: pavo con ciruelas,
galletas de almendras, licores, jugos, pasteles de gloria y cerezas,
un rojo que brillaba en el comedor.
Rosa
María llevaba un precioso vestido verde con pedrería alrededor del
cuello, estaba fulgurante, y feliz. (una felicidad ficticia pero aún
no lo sabía).
Llegado
el momento de los postres y el café, los puros y el coñac, cada
cual disfrutaba de aquellos manjares charlando en paz y complacidos
por la suerte de poder celebrar.
La
vida a veces sorprende con los giros, claro que si. Al fin y al cabo
todo es efímero. (el ejemplo de las mariposas).
La
tos de Rosa María llamó la atención y mucho, porque de esa tos
pasó a no poder respirar y pasados unos minutos cayó al suelo,
muerta.
Inesita,
la niña de Rosa María se había asustado mucho y lloraba
intensamente llamando a su mamá.
Un
llanto largo, intenso, un llanto desgarrador.
Rosa
María se iba con una paz inmensa, una felicidad que jamás había
experimentado: el nirvana. Se hallaba plena, una maravillosa caricia
envolvió su alma.
No
quería volver, pero los gritos de la niña hizo que se arrepintiera
de llegar al paraíso.
Y
regresó.