jueves, 4 de febrero de 2021

La velada

 


Posiblemente erraría en su modo de expresarse por la inmediatez en que se disiparon   los que allí se encontraban, justamente en el salón que tenía baldosas, esas baldosas que cada día eran pulidas por trapos empapados en linaza, como si en verdad se tratara de mantener un lienzo en buen estado, sin opacidad, no permitiendo que un guijarro, o cualquier barro que se hubiese escapado de las botas del señor de la casa tiñera vastamente los caparazones de piedras incrustadas por las manos de aquellos a quienes un día bien avenidos, trabajaron por un buen plato de comida; de modo que hubo que silenciar el monólogo, que más que eso y en casi todo el contenido, profería radicales cambios de voz y que, razonablemente chirriaban en los oídos de los que allí se hallaban.




 No sería menester saber que la sordera de Don Armando entre otras cosas, provocaba tales reacciones, porque el tono de su voz se acrecentaba del tal modo, que hasta los aguiluchos del campanario cercano echaban a volar de sus nidos, volviendo al poco tiempo a ellos pasada la tormenta; a él no le bastaría con que  los ojos de los invitados permanecieran abiertos, siquiera se había parado a pensar que en algún momento alguien se viera en la obligación de cambiar de postura, o, de un acto tan normal, como lo es el tenerse que llevarse un dedo justo al lado de la nariz para disimular algún comezón que otro, o el mero hecho de pestañear, o coger  con verdadera gana la copa hacia  los labios para saborear el brandy, no señor, a Don Armando lo que verdaderamente le privaba era que se le escuchara y aplaudiera, al fin y al cabo no era consciente de lo molesto que podría ser llevado un tiempo, escuchar su increpación, más que sus palabras.



 Las hijas de Don Armando salieron al terrazo, Doña Esperanza permaneció dentro, junto a su esposo, siempre aliada a todo lo que su persona fuera, pero una larga y fina cuerda de bramante los había separado hacía ya mucho tiempo, así es, nada más, y nada menos que la pura realidad, pero eso se  habría de ocultar toda la vida, como si cada uno de ellos al amanecer cubrieran el rostro con  una bonita careta de porcelana fijada a la piel, y en las noches cada cual, y en el silencio de la habitación las guardaran en la gaveta de la mesita de noche, claro está, con sumo cuidado.



 Los demás invitados estuvieron un rato dando vueltas por el salón, apurando la bebida para despedirse, no sin antes aplaudir casi por compasión al anfitrión, que estoicamente aguantaba de pie, como si en verdad estuviera en una tarima alzando uno de los dedos afirmando, ofuscado, pero convencido de su repertorio; andaban de vuelta la muchachas, e hicieron  señas a su madre para que anduviera al tanto, y provocara por fin que aquella majestuosa y chirriosa obra acabara sin más dilación, y haciendo que bajara su señor padre del ficticio entablado. Los pomos de la puerta giraron después de que todos se hubiesen ido. Y es que ni la sordera, ni las muecas de los invitados para que ese concierto disparatado terminara, pudieron convencerle de que él llevaría la razón dentro de la sinrazón, y más aún que la sordera hiciera de él un hombre más impertinente, si cabe…


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