Mary, una mujer de poca edad ha aprendido a vivir entre las tinieblas que nacieron con ella. Los desórdenes en su cabeza que se fraguaron desde el vientre, la llevaron a un precipicio, un abismo tenebroso.
-Luego de esta pastilla, se toma esta otra dos veces por día, dijo el doctor-
Lo tenía claro por fin, porque el nubarrón que la perseguía casi se había esfumado. De modo que cogió la fiel costumbre de ello.
Después del desayuno irían dos pastillas. Y a la cena igual.
Como si de un postre se tratase día, tras día. Sasha, la vecina, la visitaba todos los días. Hablaban de casi todo, incluso de sus intimidades, era de San Petersburgo, había llegado de pequeña con sus padres. El padre era médico y la madre enfermera.
Probablemente se habían mudado de país por necesidad económica.
Sasha le preguntó un día por aquellos días escabrosos en la mente de Mary. Y como si de su analista se tratara relajada y tumbada en el diván, le dijo todo lo que había sentido y sufrido durante años hasta que una mañana se había tragado un tubo de pastillas porque no podía soportar lo que pasaba ahí fuera en las calles, en los mercados.
Casi muerta la llevaron para un lavado de estómago, unos sueros, y amarras en los puños. A Mary se le escaparon un piélago de lágrimas durante la conversación, porque en cierto modo ya se había acostumbrado, y a veces sentía el placer de poder estar muerta del todo.
En la cocina hervía un caldo de gallina muy sabroso. Y el pan recién salido del horno cuyos efluvios se entregaban melosos a todo aquel que estuviera cerca.
¿Y cómo ves ahora el mundo, dijo Sasha?
Yo sigo viendo lo que yo quiero, pero soy buena actriz, respondió Mary...
Mary ha visto demasiado.
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