lunes, 8 de febrero de 2021

De acuerdos y casamientos.


La cuenta atrás había comenzado, como si alguien en algún momento pusiera en marcha todos los relojes de un palacio, y el tic, tac, resonara como las campanas de una gran catedral, y que el tiempo se colara por entre las horas, y cayera al precipicio donde mueren los tiempos.



El ala del chambergo caía justo delante de los ojos con pinceladas marrones, salpicados de un difuso color miel. Se preveía un día caluroso, tanto, que ni las torcaces habrían salido de la arboleda. Atusó la capa y siguió por el estrecho camino apartado del ruido de la calle donde las tiendas parecían bocas anunciando esto o aquello, por uno de esos motivos prefirió andar en el silencio que solo los caminos pueden ofrecer, un silencio expectante, y al mismo tiempo lleno de ruidos, los de las idas y venidas de las criaturas diminutas que vivían en ese otro mundo, un mundo tan grande como lo era aquel, el de los demás transeúntes de Miraña, que por entonces ya se iba ocupando más si cabe por la venida de gentes de otras ciudades sin perspectiva de futuro: hombres y mujeres buscando una nueva oportunidad, por lo tanto las casitas nuevas se multiplicaron desmesuradamente, unas al lado de las otras, salpicadas de esos nuevos aires, nuevos horizontes esperanzadores...

Unas horas antes dormía con cierta tranquilidad, con las sábanas de seda rodeándolo todo, como si en verdad se tratara de esas caricias que sólo los amantes pueden dar: besos y más besos de pura seda.

Eso habría provocado cierta inquietud por los movimientos del cuerpo, oscilando suavemente, meciéndose en las aguas caudalosas de un río.


El buen vino se había catado y la botella brillaba por la luz de un farol apuntando justo ahí, en el cristal translúcido. Bebió por un rato manteniendo el sabor de las uvas en los labios, en el paladar, deseó que el tiempo se parara, deseó un verdadero éxtasis, una explosión de vida dentro. Debía partir al amanecer, dejar atrás las horas, los días, su  casa, con un jardín esplendoroso, oloroso, un jardín de esos que crecen hacia dentro rodeando todo con sus poderosas garras mágicas. 

El espejo de media luna tendría que quedarse allí, también las joyas en el cofre.

El saberse de algún modo "imberbe", le proporcionó cierta tranquilidad. Se tropezó con algunos caballeros a medida que se encaminó por aquel camino de dioses, sólo miraron: es un muchachito dijo uno de ellos.

Le había echado un guiño a la vida, si realmente eso se dijo.

Era la única forma de huir de una vida llena de hastío, compromisos y demás melindres.


Le esperaba el remero en la orilla del lago. 

Una vez se hubo alejado volaron por lo aires el chambergo, la capa.

La melena ondeó como una bandera, las enaguas esperaban en la bolsa...


 






 



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