El tren había desaparecido de su vista, se había diluido en un abrir, y cerrar de ojos. Argelia recogió la mochila y pidió un taxi. Al fin, y al cabo algún día tenia que ser, pensó.
De vuelta a la casa del lago estuvo releyendo las notas que, por costumbre, se escribían y dejaban en la tabla de corcho cuando se ausentaban para alguna cosa. Las juntó y las troceó: el fondo de la mochila ahora era un colchón de hojarascas.
Quiso caminar un rato, de modo que bajó del taxi poco antes de llegar. Se descalzó.
En ambos lados del camino se hallaban alfombras de jazmines que parecían querer tocar la tierra. Un sauce daba la bienvenida, pero no solo a ella, a todo el que pasase por allí.
Se introdujo en aquellas aguas cristalinas y nadó durante un buen rato, enfrente, las picudas montañas que aún tenían esparcidos copos de nieve.
Después de nadar permaneció un rato dejando que aquellas aguas acariciaran su piel, se abandonó por completo. El cielo se precipitó sobre ella, en esos momentos fue lo único que vio.
Las sonrisas a veces se hacen eternas, como la de Argelia, que nunca se arrepintió de tener una compañía tan maravillosa en su casa.
Volvería a hacerlo, volvería a esa cama, y al frondoso jardín, al colchón de hojas en otoño, volvería a sus besos, a nuestros besos...
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