Al medio día, de regreso al trabajo, Flavio volvió a temblar. Eran nervios, según su médico. Siempre eran nervios.
Hasta no hace mucho tiempo creyó firmemente en el diagnóstico que a menudo le repetían. -Nervios, usted sólo tiene nervios-
En la fábrica dejaba unas nueve horas de su tiempo a cambio de un sueldo bastante ajustado. Además si alguna vez había que ir los domingos, se iba sin rechistar.
Cuando iba a la parada de la guagua le venían nervios, porque había mucha gente allí, enarbolando las manos, hablando a gritos. Algunos escupían en el suelo. Tenía nervios también porque siempre llevaba un libro en las manos , leía en voz alta y la gente se burlaba al escuchar su voz de pito. Cuando entraba en la fábrica también tenía nervios cuando acudía a los vestuarios para cambiarse de ropa.
Usaban unos pantalones encerados con peto, unas gafas especiales y una pantalla protectora porque soldaban durante dos, o tres horas seguidas, y también tenía nervios por eso y porque se volvían a reír de él: las orejas eran tan pequeñas que usaba una cinta alrededor de la cabeza para que no se le cayera al piso.
Estaba lleno de nervios, por lo tanto decidió esconderse de niño, por si así no llamase la atención.
Hasta que un día se fijó bien en las caras de las personas, de sus compañeros y eran grises, llenas de verrugas. Pero no se rio.
Y los nervios desaparecieron, porque no eran nervios...
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