Por aquellos días el viento soplaba tan fuerte que las sábanas habían sido arrancadas de cuajo de la cuerda de esparto; se habían perdido por entre los huertos de trigo, algunas, habían quedado prendidas a ellos, como si hubiesen deseado eso, abrazar la gran espiga y quedarse ahí para siempre. Antonio tenía un padre, una madre y ocho hermanos, todos habían venido al mundo bendecidos por el amor de aquella pareja de jóvenes que acordaron vivir para siempre juntos, en lo bueno, y en lo malo…
Lo malo fue que hubo por entonces una guerra, tan cruel como todas las guerras; de modo que la vida se hacía muy difícil de vivir. Había por entonces muchas carencias y los piececitos de los niños empezaban a quedar al descubierto, cuando acudían a la escuela por el camino a la Cuesta, y, los abrigos empezaban a escasear en sus menudos cuerpecitos y el viento que se empeñaba en soplar casi todos los días durante mucho tiempo bamboleándolos de un lado al otro de los cañaverales. Lo más que deseaban los chiquillos era tener unas nuevas alpargatas, y en la misa de las diez y cuando entraban en el templo de Dios y se sentaban juntitos, y cuando el saludo, y el salmo de entrada del sacerdote y de los monaguillos, pidiendo todos juntos el perdón por los pecados, con sus manitas juntas y bien apretadas, los hermanos ruegan al Señor un buen par de alpargatas nuevas. ¡Ah los niños en su mundo, los sueños son solo suyos!, dijo la madre mirando al padre…
que lindo escribis desde el alma de tu cuerpo
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarUn abrazo.