A Lorenzo Cascales le gustaba soñar, pero uno de los sueños más hermosos fue cuando voló por encima de las nubes, y llegó a una galaxia desconocida. Era preciosa, con diversos colores y formas.
Allí se acomodó. Escogió un rincón sin techo, ni ventanas, ni puertas.
No hacía falta comida, ni bebida. De modo que fue más feliz aún porque no le gustaba cocinar. Lo único que echaba de menos era el pan con nueces que le hacía su esposa Elisenda. Pero se conformó con recordarlo.
Pensó que estaba solo ante la grandeza de Lactómeda. Una mañana recibió la visita de unos seres con rostros sonrientes: parecían hadas.
Le dieron la bienvenida y Lorenzo Cascales agradeció mucho el gesto.
Todos los días lo visitaban para dar un paseo por la galaxia. Cada vez que Lorenzo Cascales miraba algo, este se iluminaba igual que miles de lamparillas, y si intentaba coger aquellas diminutas luces se esfumaban como el humo de un cigarrillo.
Pero era tan feliz que no recordaba otro lugar que no fuera ese.
Creo que habría que hablar con el doctor, dijo Francisco Rubio, su hermano.
¿Por Qué?, preguntó Ariana, su esposa.
Porque lleva así cuatro años. No ves que ni oye, ni abre los ojos, ni mueve siquiera un dedo. Ya no hay remedio.
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