Una vez, hace ya algún tiempo tuve duendes en mi cocina. Los duendes existen, al menos en los cuentos, o, en las leyendas y porqué no, también podemos creer en ellos y poder tener su amistad.
Los duendes que yo tenía en casa, eran azules, pequeños y bastantes escurridizos.
Los duendes azules son traviesos, tramposos y malos, así que durante algún tiempo tuve que enfrentarme a ellos declarándose la guerra
Cada noche mientras dormía un grupo de cinco duendes entraban por la chimenea, sigilosos. Una vez dentro de casa lo primero que hacían era cambiar todo de lugar, luego se dirigían a la cocina, y allí acababan con todo lo que había en la despensa.
Al día siguiente yo tenía que limpiar restos de comida y bebida que durante la noche consumían sin sentido y sin control.
Así durante casi dos años tuve que aguantar sus fechorías.
Una mañana de primavera, en que me dirigía al mercado a por provisiones para abastecer mi pobre despensa, encontré a dos duendecillos por la calle paseando, estos no eran azules, su color era blanco inmaculado. Nada más verme se dieron cuenta de lo que me sucedía, y me preguntaron con interés cuál era la causa de mi desasosiego y preocupación.
Me dio mucha alegría encontrarles, y de saber que eran duendes buenos, que sólo querían acompañarme al mercado, y ayudarme a solucionar mi problema.
Se sentaron conmigo en la terraza de casa, tomamos chocolate con galletas, sus nombres eran: Alfrid y Alfrida.
-El único modo de que tus perversos duendes se vayan de tu casa, es acudir a la guarida del dragón azul, el que habita en la colina más alta de la aldea, y pedirle personalmente que acabe con ellos, dijo Alfrida- Yo obedecí con la esperanza de poder terminar con aquella pesadilla en que se había convertido mi vida.
Después de una semana de trabajo por parte del dragón azul, nada había cambiado, por mucho que rugiera o escupiera fuego por la boca, los malvados duendes saltaban de un lugar a otro tan rápido que no hubo modo de darles caza.
Una tarde invité de nuevo a merendar a Alfrid y Alfrida y hablamos toda la tarde buscando algún remedio para mi infortunio.
Ésta vez fue Alfrid quien me dio la solución: se me ocurre una idea, si las personas dejan de creer en los duendes estos desaparecen de inmediato- ¡Claro!, añadí, pero también desaparecerían ustedes, y no les volvería a ver nunca- -Es la única solución que te queda- responde también Alfrida- En verdad les digo, que tienen razón y, desde este mismo instante, yo digo: no creo en los duendes, ¡¡no creo!!.
Así fue como en la noche ya no volvieron los malvados duendes a mi cocina, fue tan sencillo como dejar de creer en ellos. Lo malo de este cuento es que tampoco he vuelto a ver a Alfrid y Alfrida.
Soy un duende salvaje.
ResponderEliminar:)
EliminarEs una manera radical de terminar el problema: Haciendo sacrificios. Quizas los buenos, seguiran existiendo mientras haya bondad en las personas.
ResponderEliminarBello relato, muy bien contado
Gracias José.
EliminarAbrazo,
Pues es una pena, que desaparecieran estos últimos.
ResponderEliminarBesos.
Pues es cierto Amapolita.
EliminarBesos.