Habrían unas cuatro casitas dispersas. Las ventanas y puertas de un verde lechuga. El sauce, explayado acogía a todo el que quisiera acomodarse bajo sus ramas.
Secundino Acosta, el maestro, daba las clases a los muchachos debajo del árbol. Era una clase, que hoy en día sería virtual, pero en aquel tiempo los olores, la brisa, se percibían de modo natural. Secundino Acosta les hablaba un poco de todo: de la historia de la isla, de los corsarios, de Hautacuperche el guerrero aborigen gomero: las batallas por defender la tierra ocupada por los conquistadores.
No faltaban clases de matemáticas, literatura. Todo lo que Secundino Acosta sabría lo transmitía a aquellos chiquillos que acudían como los pajarillos, en bandadas. A mitad de mañana un zurrón lleno de gofio y leche para todos.
Así pasaron aquellos días, que luego se convirtieron en años.
Secundino Acosta era de Tenerife, pero su voluntad fue que al llegar su muerte quedara en aquella tierra de guarapos, debajo del Roque de Agando, en el barranco de Benchijigua.
¿Sólo un padrenuestro?.
Si, ya saben que Secundino Acosta nunca quiso más de una cosa...
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