En realidad lo que había experimentado fue un sueño, aunque en esos momentos pensó que era real: las codornices picoteando en el manto de tierra y matas, y los pájaros en las ramas.
Pero se hallaba sumergida en un apacible lago. Era agua, todo.
Avanzó lentamente, podía respirar. Y por un rato nadó en aquellas aguas cristalinas, juncos alrededor, ranas.
Llevaba el vestido de seda, el mismo que tenía en la fiesta de su cumpleaños. La melena se dejaba mecer, desplegada como un abanico; no tenía frío, era un entorno agradable, cálido, como cuando albergó en vientre materno. La ausencia de sonidos invitaba a quedarse allí para siempre. Siquiera había advertido el tiempo que estuvo, porque en realidad no había tiempo.
Mientras tanto en la casa seguían de celebración.
Vamos Lucía ahora a soplar las velas y pedir un deseo, dijo Morrison Acosta.
Pero Lucía no estaba.
Los globos llegaron al techo, los confetis alfombraron el suelo.
Los aplausos se postergaron.
La tarta de merengue era un farolillo que alumbraba la sala.
¿Han visto a Lucía?, volvió a decir Morrison Acosta.
Pero ella nunca volvió.
Me quedo con la preocupación de qué le pasó.
ResponderEliminarSe quedó en uno de sus sueños.
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