Con la mirada indagadora, como lo haría cualquiera que tuviera delante suyo aquel impresionante cuadro, María de los Remedios Gómez, permanecía mayestática casi sin pestañear.
Sentada en un butacón forrado de paño púrpura, con las manos, una, en la otra, en un silencio voluntario.
Hacía tres meses que decidió abandonar el pueblo donde nació y se crió. Buscaba un cambio en su vida, que aunque no era monótona, apremiaba hacerlo.
María de los Remedios Gómez había encontrado al fin algo maravilloso en aquel cuadro. Probablemente la respuesta que andaba buscando, mientras cocinaba, o leía algún libro, cuando iba al mercado. Y allí estaba sin moverse, pulcra, recatada.
La escena la había dejado entre perpleja, con algo de asombro, pero realmente emocionada. Llevaba un abanico que refrescaba constantemente aquel rostro, que ya se tornaba rojo, con motitas, como si tuviese el sarampión.
Le gustó inmensamente el color de los dos cuerpos que se abrazaban en una cama adornada de tules, cuerpos entrecruzados como las ramas. Buscando sus bocas, sedientos de amor, piel ocre, piel roja, piel ocre, labios, labios...
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