El retrato de Brenda se haya en la encimera, como si fuera una estrella, que al brillar ilumina palmo, a palmo la estancia. Al lado un ramo de lirios y jacintos en un jarrón de cristal. El piano suena, es un vals, los dedos de Amadeus se deslizan por las teclas con gran agilidad, como un velo que danza cuando la brisa entra.
No fue hasta agosto de mil novecientos una mañana de esas tan especiales que dan ganas de quedarse ahí por siempre, que casualmente y a la misma hora paseaban por el mercado en busca de cerezas. De modo que ambos, al unísono, pidieron cerezas, se miraron y sonrieron comentando la casualidad.
Amadeus era unos diez años mayor, Brenda tenía dieciocho.
Fueron amigos desde ese entonces. Por si aquella amistad fuera más que amigos, una mañana decidieron acostarse e hicieron el amor. Pero, aunque fue agradable, ninguno de los dos sintió la pasión, los nervios, ese fuego que quema por dentro.
Nunca más lo hicieron. La amistad de ambos era mucho más que eso, era la unión perfecta entre dos personas.
Viajaron por casi todo el mundo, fueron envejeciendo juntos, siempre juntos. Cuando Brenda cumplió cincuenta años una grave enfermedad se apoderó de ella y de sus sueños.
Vivió seis meses más. Ahora estarían más unidos si cabe.
Amadeus cuidó de ella todo el tiempo. Todos los días, todas las noches. El dieciocho de abril de mil novecientos treinta y dos, Brenda se durmió en los brazos de su querido amigo, su muy queridísimo amigo. Amadeus la tuvo toda la noche recostada en su pecho. Como cuando se toma a un gorrión en las manos para que no pase frio.
Ahora la música del piano se detiene. El silencio inunda todo.
¿Señor le sirvo la cena?, dijo Eulaly.
Si,respondió.
Pero en realidad no quería la cena, no quería nada.
No querría seguir en un mundo donde ya no pertenecía.
Las tardes se hacen
un nudo en la garganta,
La noches un monstruo
que devora cualquier sueño,
mi muy querida Brenda,
te quiero como nunca he querido".
Atención chicos, hoy en la clase de literatura hablaremos sobre el amor, la amistad.
Escribió en la pizarra el poema, una lágrima resbaló hasta sus labios. Gracias abuelos, pensó.
Ay qué pena...
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