martes, 13 de julio de 2021

De cuando un aborrecible ser irrumpe.

 


Tenía una conducta execrable, a pesar de que en un primer momento no fuera de ese modo. Se acomodó en un despacho contiguo al de Samuel Ortega: director.

Pidió unos cuadernos, unos lápices. Tenía una tos seca. Tosía a menudo.

La voz sonaba igual que un serrucho aserrando madera. Un culo enorme y los brazos caían hasta las rodillas. En un principio parecía aletargado. Incluso hacía gestos de perro casero, de esos que se arrinconan es su sitio preferido, en algún sofá. Las primeras dos semanas el ambiente aún no estaba enrarecido, cada cual con su trabajo, a mitad de mañana un café.


Al finalizar el mes de julio fue cuando empezó una especie de acidez, como cuando las náuseas, el dolor, la irritación aflora. Un estómago del revés.

Aunque habitualmente se podía escuchar a Beethoven por crear un ambiente plácido, sosegado. No bastó. El veintiocho de julio a las nueve de la mañana se escuchó un berrido, sin duda era él, por que ya conocíamos a Samuel Ortega.

Pasaron dos años para que el personal se acostumbrara. Al fin y al cabo las personas se amoldan a casi todo. Luego fueron muchos más. Es una berrea, dijo alguien. Otros sonrieron. Presumía de moreno brillante, de hombros anchos, incluso de su aborrecible carácter. Cuando se fue la mesa tenía una hondura bastante pronunciada, como si hubiera querido tirarse al lago, (los puñetazos sobre ella eran día si, y día también).

A finales de verano alguien apuntó con el dedo justo en su nariz. Le dijo que tenía que abandonar la empresa.






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