Las hueveras de alpaca relucían en la mesa y el café humeaba igual que una chimenea, pero eso no era lo que en realidad llamaba la atención a Prudens, no, ciertamente no eran esas relucientes hueveras sobre la mesa con mantel bordado. El vestido de rosas rojas y mangas bombachas estaba listo; ella lo habría recogido a primera hora del día, realmente eso era lo que la hacía feliz, lo que la exalta, de modo que allí estaba pendiendo de una percha en su habitación, cada cual lo habría visto y alguien habría dicho que era un vestido superfluo, anodino. El dolor que sintió Prudens cuando oyó eso fue el mismo dolor aquel, que Helena le produjo cuando le perforó el lóbulo de las orejas, si, realmente fue ese pinchazo el que la habría hecho derramar lágrimas en silencio…
Hubiera preferido recibir mil azotes; hubiera preferido asentir a las tediosas clases de costura los miércoles y los viernes, pero no fue así, realmente el suelo se hundió bajos sus pies mientras retumbaba en las paredes de la sala el desprecio absoluto y la negación de lo que para ella era evidente; por lo tanto la tarde había caído y la noche habría llegado y Prudens habría derramado otra vez aquellas lágrimas en silencio.
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