Una mañana la señora Moli, como todas las mañanas bajó de la altura de la cama al piso alfombrado, porque como siempre hacía frio no quería que sus pies recogieran el helado de la madrugada, por eso de resfriarse, o, de coger una pulmonía, se colocó las zapatillas compradas en un rastro muy curioso por todo lo que albergaba, y luego como sonámbula sacaba del fuego del hornillo un café corto y espeso mientras a sorbos cortos miraba a través del ventanuco, el mar.
Su cara de porcelana, y nariz pequeña, y chata, parecía una perla, de esas perlas que se recogen en su concha: pulidas, brillantes, esplendorosas. El faldón le llegaba a la altura de los pechos, que aún soportaban la gravedad.
Después salía al jardín del soporte del correo las cartas abrumadoramente repleto, en la cesta de mimbre caían como un pequeño riachuelo, una vez mirado el remitente, olido el perfume de algunas, y besado el lacrado de todas, en el banco de madera se acomodaba y allí las dos horas no se ocupaban nada más que para ello.
Una historia hermosa vino desde muy lejos, un país que se encontraba al otro lado del mundo: dos folios repletos de letras que eran besos, eran flores, abrazos. Se sintió feliz porque aquellas letras fueron las sábanas de seda que envolvieron su cuerpo y su rostro de porcelana, y la fronda donde las gotas vertieron puro deseo..
De cuando el amor viajaba en carta.
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