Flavio, tiene un puesto de frutas y verduras en el mercado. Los lunes y martes no trabaja, los demás días con bastante esmero y entusiasmo.
Le hubiera gustado recorrer el mundo, pero una tía suya le dijo un día que, como ya era mayor tenia ganas de descansar, cerraría el puesto.
De manera que aconsejó a Flavio para que se quedase con el.
-Verás que te va a gustar, se vende bastante y el ambiente es agradable.
Flavio le dijo que si. No sin pensar que dejaría atrás lo de recorrer el mundo.
Llegó el día en que empezó a trabajar. Los primeros meses le parecía escandaloso el modo en que las voces recorrían los puestos, tanto vendedores, como compradores alzaban la voz preguntando si la verdura estaba buena, si la carne era de primera calidad, un largo etc., de preguntas y respuestas. Al estar cerca del mar, cuando el tiempo estaba revuelto las olas rugían fuertemente vomitando toda clase de artilugios a la orilla, y tocando el pequeño malecón. A veces saltaban y llegaban hasta la puerta del mercado, incluso hubieron días que se vieron en la necesidad de achicar agua.
Luego se acostumbró, porque él también lanzaba el chorro de voz que se estallaba en el techo produciendo un pequeño eco.
Se acostumbró también a regatear, porque lo había visto bastantes veces, era costumbre. Tanto por los vendedores y por los clientes.
Vivía cerca, en un pequeño piso de dos habitaciones, un baño, y una salita diminuta, con dos ventanas acristaladas por completo, que casi siempre permanecía abierta, incluso cuando llovía.
Llegaba tan cansado que siquiera advertía el soplo de lluvia en su rostro, siquiera el rugir de olas.
Flavio había dejado muy lejos su deseo de ver mundo. Se quedó en otro, pequeño, con olor a mar, con verduras y frutas, con voces que estallaban en el techo produciendo ecos....
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