De regreso, las muchachas venían riendo y contando historias. Caminaban por la anchura de la tajea, que al pasar el agua como los rápidos de un río parecía un rugir de dragones, Matilde dio un traspiés y cayó en los brazos de los tunos indios que proliferaban alrededor de casi todo. Fue de inmediato que su cuerpo se llenó de púas, mientras más se movía más lanzas picudas se clavaban en su cuerpo.
María la miraba como si aquello tuviera que suceder, como si ella lo habría sabido desde unos minutos antes. Se acercó y tendió la mano, no sin soltar una carcajada.
Durante media hora se dedicaron a quitar aquellas agujas, que habían picoteado casi toda la piel de Matilde: peor que las abejas, peor que las arañas, todo era peor que aquello, decía Matilde llorosa y angustiada.
Terminaron en la otra parte de las huertas, donde el linde de los muros de piedra, que albergaban a los grandes tizones. Estuvieron horas sentadas, dejando que sus piernas se bambolearan, respirando el perfume que dejaban los jazmines y las madreselvas, escuchando a Camilo Sesto en el radiocasete. Estaban enamoradas.
Luego se mudarían a las piedras que separaban los terrenos. Donde los abundantes tizones tenían sus hogares.
Esperaban vigilantes las migas de pan que las muchachas arrojaban.
Luchaban como gladiadores, el más fuerte se llevaría el primer bocado, luego irían los demás. Sus cuerpos brillaban a la luz del sol, su piel negra como la pez. Era como estar en la isla Komodo.
Dragones fuertes, grandes, altivos, que luchaban por sobrevivir, igual que los humanos, una certeza obvia, y obvio que la similitud sería casi igual, porque para recrear todo eso no hacía falta moverse de aquellas piedras.
A ambos lados las tierras, pero podía ser el mar.
-Tienes el culo rojo como las cerezas, dijo María-
-Lo hubieras tenido igual si en vez de yo, te hubieras caído tú-
Si, pero fuiste tú, volvió a reír, mucho, tanto que se atragantó con el pan, y el tizón lo sabía...
¿Nos vamos? dijeron al unísono.
Camilo Sesto ilusionaba corazones.
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