viernes, 5 de marzo de 2021

Mi Princesa Griega. (En Amazon la tienen en formato ebook kindle) Aquí dejo algunos folios.

 No era arrogante, ese calificativo vendría después de que un

día hablara muy claro, cuando se hallaban afanados con sus

azadas en la tierra. Es casi una obligación, o quizás una

costumbre esa de calificar a las personas por su modo de ver l

as cosas, de modo, que ya se habían expresado cuando

hablaban de Zoilo, como un hombre tremendamente

arrogante. Zoilo se quería mucho, se cuidaba mucho, y a todo

eso se le calificaba de altanero, creído, pero solo él sabría el

porqué habría de obrar de ese modo, un aparente

egocentrismo, que en el fondo realmente era todo lo contrario.

Años atrás, el hambre le había rasgado las tripas, una fiera se había merendado parte de sus entrañas, eso debe ser terrible, sentir como devoran a uno por dentro, entonces, surge ese modo de ver las cosas, de actuar ante el caos, y, muchas veces se mide muy mucho el consentimiento propio de quedarse de la mano de la pasividad, o, por el contrario, de luchar con todas las fuerzas, si es preciso, y, abordar a alguien por una callejuela y  exigir un mendrugo,  luego con el estómago medio engañado, llegar a la bahía y salir corriendo para saltar a la primera chalupa que hubiese tenido a mano.

Un viaje al país de las oportunidades, un país pequeño, el país de enfrente, ese era el nombre al que se referían cuando  hablaban de aquel terruño salvador: el país de las oportunidades. Con sus hermanas y su madre, había alcanzado las manos salvadoras, las que llenarían a él y a su familia los estómagos, que suplicaban, y lloraban un plato de comida, porque por aquel entonces en la isla sólo había guarapo y poco más, un manojo de berros y pan duro para las meriendas. La tierra de unos pocos y el hambre de muchos.

La vanidad no era su debilidad, pero las circunstancias le habían obligado a determinarse por los asuntos y llevar el timón bien sujeto esquivando esto o aquello, situaciones que años antes le hubieran llevado por un camino de indecisiones, de miedos. De modo que cada cual con la labor de labrar la tierra, y miraban al cielo con complacencia, agradecidos, jubilosos; el vino en los garrafones, y el gofio bien amasado, con las pasas de corinto en su interior y el queso duro, oloroso, como si en algún momento la diosa Demetra emergiera de la tierra cultivada. Sería entonces una perla en medio de la cosecha, en medio de ese gran piélago de mar ocre, una vasta llanura antes ajada y en medio, la gran tormenta, y ahora mimada por hombres de honor, esos, que ante todo, respetaban lo que era en sí el decoro por lo nimio.



A Zoilo se le escapaban las palabras de la boca, como cuando se abre una  jaula y un jilguero recupera la libertad. De vez en cuando, se quitaba el chambergo para secar el sudor que recorría los surcos del rostro igual que el cauce de un pequeño riachuelo para anclarse a la comisura de los labios. No era despropósito por parte de él, que, en algunos momentos, se dirigiera a alguno con  cinismo, en realidad era la pura verdad, que soltara un dardo justo en el pecho, y eso para  mucha gente no es de recibo, y es que, a veces, las verdades no son bondades, en tanto en cuanto no se hurgue  muy adentro, cada cual con la vista en otro lado, con los oídos tapados con conchas, si es preciso.


Las tierras solían ocuparse por los medianeros, que no sabían de otra cosa que labrar donde pisaban, sembrar, y esperar. Los chamizos servían en algunas ocasiones para incluso pasar la noche, en el caso de que hubiese tormenta, así no tendrían que molestarse con la preocupación de llegar a sus casas, dado que estas estaban detrás de las lomadas gigantes repletas de arboledas; un pequeño barrio  donde cada cual sabría  algo del otro,( había que ver como las costumbres se convertían en la cotidianidad de ellos.)


Todo se expandía  más hacia el interior, que el exterior: Un gran patio se hallaba repleto de hojas gigantes, verdes, ocres...


Debió ser duro trabajar de ese modo, dijo Celia, sin quitar ojo a los libros que momentos antes había dejado en las baldas; meditando si entre ellos se hallaba la ilíada y la odisea, porque precisamente ese libro jamás habría de estar apilado, siquiera por la razón de cambiar de habitación; realmente tendría  que estar siempre a la vista, como un florero repleto de lirios en cualquier encimera, expuesto para ser admirado y apreciado.


Fue una época  difícil,  replicó la señora con el pelo recogido (  con las puntas al aire, como si cayeran al vacío), si, realmente un trabajo arduo, y nada que ver con estos tiempos que corren, volvió a decir.


Si la señora hubiera tenido la oportunidad de seguir contando aquellas historias, se habría acabado el verano por muy largo que hubiera sido;hablaría de un extenso llano sembrado de amapolas, o de cualquier otra cosa: Aquellas historias del guarapo, de los berros, del hambre. 


Celia debió sentir en sus propias carnes los dardos que se disparaban de la boca de la señora, por el modo en que ésta narraba, y la postura de su cuerpo algo inclinado hacia la izquierda, y siempre un brazo apoyado en la silla y a veces enarbolando la mano, como si en verdad hubiera en ese momento, en la sala, un regimiento de ojos, y bocas escuchando. Es lo que tiene eso de contar historias, la relevancia que toman algunos asuntos hasta tal punto de crear  una leyenda, hasta casi llegar a  declamar algunas escenas, como si hubiera estado ahí, en medio de palmeras, zigzagueando los surcos y recorriendo cada vereda; una contigua a la otra, hasta llegar al valle donde un inmenso roque lucia igual que un guerrero: Altivo, valiente, majestuoso roque, que  ofendía por su belleza natural.



Llegado el momento así estuviera interpretando, o simplemente narrando, su carácter impulsivo la dotaba muchas veces de un halo de misterio, sobre todo, cuando se afanaba, y muy mucho, en recrear ambientes. Celia pensó que debía ser algo así, como si ella estuviera pintando un lienzo, mezclando colores, y el olor a la linaza impregnando todo, eso pensó de la señora, y giró una vez más para mirarla a los ojos y que ésta supiera que la escuchaba atentamente, pero no dejaba de apilar libros y apuntes, notas y reseñas...


Ese gesto ingenioso de Celia había sido todo un éxito, no quitar la vista de la señora y sin embargo, había conseguido su propósito, que no era otro que ordenar libros, y admirar la colección extensa de obras con memoria, historias con voz propia, todo ello junto a los  enseres de la niñez, que por nada del mundo iba a dejar en el olvido y mucho menos en el trastero, justo detrás del cuartito de la pila, donde en un principio le habían recomendado. Mal consejo, porque eso provocó que Celia frunciera el ceño con cierto mal humor. La banalidad con que las personas hablan de esto o aquello es como despreciar lo hermoso que es una puesta de sol, el nacimiento de un río, eso pensó, mientras masajeaba ambas sienes con la yema de los dedos, con una mueca de cierto desprecio en sus labios….


La señora del recogido en el pelo no dejaba de parlotear, pero merecía la pena entretenerse con ella, con su expectante narración.( La tierra de las oportunidades, aquella tierra había que conocerla, desembarcar y sentirse libre, considerar lo que los días devolvieron a cada uno de ellos: Esperanza, ilusiones.

 Celia oteaba para que ningún libro dejara de ocupar las torres de apilamiento al lado de la chimenea, y se las arreglaba bien para tener un ojo puesto en la señora y también sus oídos por tan interesante suceso…


Un tirabuzón se ha desmoronado de su melena rubia,y pende oscilando de un lado al otro, como el péndulo de un reloj de cuco...


Recordó aquellos años de la escuela, cuando agradecía que sus rizos taparan la cara para pasar inadvertida por la maestra:


 ¿Alguna duda Celia?, dice la maestra, con voz contundente  y cuerpo enjuto y rostro constreñido- No-, dice la  muchacha.  Siempre contestaba con un no, porque habría que ver la autoridad que imprimía Rosalva, parecía un aguilucho de fuertes garras, con la mirada fija en cualquiera que estuviera delante...


De modo que se imbuía  en los libros, en las cuartillas con la cabeza gacha, deseando que el aguilucho pasara de largo con su plumaje negro, y alcanzara la última fila de la clase. Luego, daría la vuelta para ver  la otra fila de la derecha.

Para Celia la escuela era como una gran biblioteca. Los olores, las cubiertas de los libros, el pasillo, el patio, y hasta la higuera que se encontraba en la esquina del terrazo, se cubría de historias en vez de hojas y frutos.

Esas historias vagaban en la cabeza de Celia desde que nació; una niña que vino al mundo para ver qué pasaba ahí fuera, una exploradora capaz de inventar un mundo paralelo si hubiese hecho falta, el de las ideas, un mundo lleno de cometas, tan grandes como las águilas imperiales.

Ella caminaba cada mañana con sus libros debajo del brazo, con sus rizos rubios ribeteados de un ocre, que, brillaba aún más, cuando los rayos del sol apuntaban directo a ellos, nada más atravesar el puente de piedra viva. 


Muchas noches soñó con el amanecer, el día más bonito para ella, era el mismo de siempre, no existían los años, ni los meses, solo un día, (el mismo que ha transcurrido a lo largo de su vida). Inmersa en ese mundo de las ideas, las leyendas, todo lo que concierne  por así decirlo( La estructura de la sapiencia), se había convertido en la maga de las recetas del alma, de las recetas de las historias que ella rescataba de un río desbordado de peces con brillantes escamas, durante largos paseos, sin más compañía que el silencio de las palabras. 


Para nada habría de sobornar si se hubiera dado el caso, a esa mujer enjuta que alzaba el brazo, buscando las hespérides en medio del aula, esa cuestión no comulgaba con su personalidad, jamás lo hubiera hecho. Celia escuchaba sin apartar la vista de los libros y asentía cada vez que el águila soltaba un maremagnum de letras de entre sus garras; de modo, que bastaba eso, escuchar largo rato y observar el diluvio de vocablos que en vez de emerger, caían sobre su cabeza, como una bendición del cielo.


La habitación de Celia era como una isla rocosa, con albatros revoloteando aquí y allá, sabor a mar en su cama, y en su escritorio, y en medio de todo eso, Tesalia, el Monte del Olimpo; porque ella podía recrear ese ambiente, entre sábanas de algodón, de visillos, de butacas, de lápices y cuartillas

 

!Qué gran expectación su manera de ver el mundo¡, verla entrar en esa isla rocosa  después de la merienda provocaba tal sensación de satisfacción, que una se queda muda, una no sabe qué mundo sería el  real, de entre los dos que Celia podía anhelar.


Quizás la expresión adecuada para definir el trato para con  sus libros, mientras pasaba las páginas, era de absoluta benevolencia, era propio de ella ser conspicua en cuanto a lo que se refería explorar y adentrarse al conocimiento. 

Al fin y al cabo, la cuerda de bramante entre ella y la maestra, era necesaria, era el nexo para que Celia tuviera la oportunidad de embarcar y adentrarse en el mar de letras que tanto amaba, un mar lleno de sueños, con sus animales galopando en en fondo, como si en verdad ese prado acuoso fuera el otro mundo el cual idolatraba. Miles y miles de sirenas que contaban las historias hermosas en el silencio confuso de las aguas de Poseidón.

Ella no podría censurar el modo en que a veces la maestra  parloteaba de ciertos temas insustanciales  y  por tal, le resultara  cierta desazón, de modo que hacía caso omiso, y prestaba asunto a casi todo lo que aconteciera en ese mar de letras desbordadas. Algunos de esos apuntes se podían encontrar entre las páginas de los libros que, con complacencia, Celia cuidaba y admiraba.


Aquella conversación entre ambas había llegado casi al final, justo en el momento en que terminaba de colocar viejos libros, y no tan viejos, o al menos eso parecía por el modo en que la señora atusaba la falda, y se interesaba por el bolso que había dejado en una silla. 


Hacía mucho tiempo que ya no vivía por esos lares, donde había pasado la infancia y la juventud, además de otorgar los bienaventurados convencionalismos de la época, los sueños eran eso, sueños, quimeras. Las virtudes, muchas, pero al final todo se esfuma igual que el humo de la chimenea cuando el hogar se calienta por dentro. 



Anduvo un rato por la vereda llena de hojarascas, de esos árboles mudos, y resignados, porque de lo contrario a lo que piensa todo el mundo, los árboles lloran mucho más de lo imaginable. Azotados por las inclemencias del tiempo, algunos adoptan una postura denigrante, se vuelven enjutos, otros, sin embargo, permanecen altivos, y bien erguidos, soportando estoicamente el paso del tiempo pese a los latigazos de las tempestades.

Por supuesto que se había interesado por aquella historia de guarapos, de hambre y 

esperanzas, todo lo más que se hubiera podido admirar el modo en que la señora dejaba salir las palabras, como las mariposas en los estanques, delicadamente libres.


La señora de las historias se había marchado amenazando con volver en algún otro momento. 


El otoño se había instaurado muy cómodamente, delicado otoño, oloroso, espumoso, como un vino lleno de burbujas en la botella.Soplaba viento del norte, tímido, generoso como los besos de los amantes.

Celia anduvo largo rato por entre muros vetustos, con el musgo acaparando las redondez de las piedras, a veces zigzagueando, alborotando las hojas secas con la punta de sus zapatos, con una sonrisa perenne, y deseando volver a la casita para seguir apilando libros, los muchos que  quedaron cuando marcharon a la ciudad.


La vida es  una meta, es obtener el premio; el sentimiento de fracasar cohabita dentro igual que un gusano cuando es aún una larva, y se deposita en las tripas y se adhiere; es inherente, pensó...


Respiró profundamente y deseó estar en medio de una gran sala llena de iluminadas lámparas, deseó estar sentada junto a chopin, observando sus manos deslizándose igual que una caricia, y esa caricia serían las notas musicales que saldrían chispeando, extendiéndose por todos los rincones, y llenándolo todo de una solemnidad indescriptible, eso deseó...

 


¿Dónde se halla ese lugar  inalcanzable? En un viaje en un gran bus, donde muchos rostros descansan en el cristal, cansados; devorando libros; mirando el reloj de pulsera, con aparente calma...


De modo que se giró, y a su alrededor no había más que recuerdos. Algunos maltrechos y otros, bienaventurados. El dedo meñique acarició el quicio de la ventana. La verdad venía a por ella, y eso le gustó.


Cerró los ojos porque una lágrima comenzaba a desbordarse como los ríos de África…


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