Una mañana, Laly después de asearse y tomar el desayuno comenzó con el trabajo cotidiano. Al pasar por delante del espejo se detuvo unos instantes, y descubrió que aquella niña de pelo rubio como el trigo, de ojos azules como dos mares ya era una mujercita: sonrió.
Vivía con su familia en la Morra, en el municipio de Santa Úrsula, un enclave situado a cierta altura, con barrancos profundos, y llenos de historia. Cuevas donde vivieron los antiguos aborígenes: los Guanches.
Bencomo Mencey de Taoro gobernaba de entre otros municipios, el de Santa Úrsula.
En la cordillera de montañas, el Teide entre ellas: majestuoso, padre de los isleños, que en invierno se envuelve en miles de copos de nieve para el deleite de todos. Tenían el hogar que olía a leña, a lavanda, a naranjas, de ellas, el efluvio que provenía de uno de los huertos. Árboles frutales aquí, y allá.
Asfodelos, Conejos Reales, Lavanda, cubrían gran parte del año la cordillera. El aroma de los alimentos que se cocinaban se explayaban por toda la casa, hasta el porche. Algunos de los hermanos, que por un rato descansaban del trabajo para poder cumplir con los deberes escolares se encerraban en la habitación por un rato. En el porche, debajo del techumbre, el padre sentado en un viejo banco de madera fumaba en pipa, y sus ojos recreaban el paisaje.
- Laly estás ahí, es hora de merendar, dijo-. La muchacha en una bandeja le llevó un vaso de leche, unas galletas, y un chupito de ron. Despúes de haber servido la merienda, Laly bajó unos peldaños bien encajados y caminó durante un rato por los alrededores musitando muy bajito aquella melodía que tanto le gustaba. Se acercó al columpio y permaneció durante un buen rato al baibén.
Ahora más rápido, hasta el cielo, casi. Quería rozar con la punta de sus dedos el piélago: un azul transparente, un cielo por venir, como sus días.
Laly llevaba en su mochila todos los sueños, aquellos que más le gustaban, y en muchas ocasiones elegía uno, y se adentraba, y era otro mundo, otra vida.
!Ah¡ pero qué esplendor poder ver desde la cumbre la lava solidificada durante años, y años, ríos de lava entre laderas, barrancos, hasta llegar al mar.
Los dioses debieron bendecir aquella tierra. Naturaleza virgen, montes repletos de pinos, de plantas endémicas: Granadillo, Retama del Teide, Flor de Mayo leñosa, Tajinaste Rojo, Cresta de gallo de Moya, Tumero de Inagua, Oro de Risc.
El transcurrir de los días hacía que siquiera Laly tomara consciencia de que una época ya se iba transformando en otra. La familia, numerosa, vivía en armonía con todo lo que les rodeaba. Agradeciendo la cosecha: papas, hortalizas, y vides.
Los viñedos mimados por todas las manos de los que componían el hogar familiar, agradecidos iban mediante oscilaciones abrazándose a los cañamos. Desde su comienzo en pámpano hasta el cierre de ciclo en sarmiento. Aquellos racimos eran besos, eran los mismos dioses ofreciéndose a las manos de quienes los recogían.
Laly se sentaba en el suelo del terrazo, y como un mangar saboreaba cada uva. Cerraba los ojos y degustaba, y soñaba, mientras, un rayo de sol mimaba su rostro, su pelo rubio.
Pero aquellas montañas veneradas desde siempre eran su hogar, donde había nacido, y con ella sus hermanos.
Una de sus hermanas había tomado los hábitos, de piel blanca igual que Laly, pero con otros gustos, otro modo de pensar. Por lo tanto una vez al mes iría a visitarla al convento de las Clarisas, en San Cristóbal de La Laguna. Sabía lo feliz que era su hermana, y eso le bastaba. No había preguntas, más que las justas.
De vez en cuando bajaba al pueblo a por los menesteres: tela para confeccionar ropa, zapatos para ella y sus hermanos, y sus padres; algún capricho. Las flores amarillas, y violetas se extendían a ambos lados de la carretera. Era como entrar al paraíso; pero el paraíso ya estaba dentro de Laly desde el mismo día en que vino al mundo.
Como quiera que los días iban pasando y cada cual a sus asuntos, como quiera que el tiempo se dilataba en la inmensidad de las montañas, Laly ya se había convertido en una mujer, una bella muchacha, parecía una azucena, a veces blanca, otras púrpura, aquellos días de niñez habían quedado atrás en el recuerdo.
Hoy en día el blanco de su rostro, el azul de sus ojos, el rubio de su pelo siguen brillando, como las luciérnagas en una noche de verano.
De modo que, cuando se queda tranquila en el suave remanso del silencio hace que el tiempo le devuelva aquellos maravillosos días repletos de historias. De labranzas. El chapoteo de sus pies descalzos bajo la lluvia, que a torrentes bajaba por las laderas. El observar atentamente a su madre en la cocina, de cómo preparaba aquellos platos típicos de la isla. En la tarde y sentada junto a ella con su rostro inmaculado se fijaba en el pespunte que daba a la ropa, el cosido de un botón. Laly lleva todo eso en su corazón.
Ahora sonríe, sonríe al pensar lo afortunada que fue. La grandeza de nacer en una tierra venerada, bendecida por los dioses.
¿Tomas café Laly?, dijo alguien
Si, gracias, replicó.
¿Me quieres?
-Mucho, dijo Laly.
Cuánto me ha gustado, amiga. Esa melancolía feliz que tú hilas tan bien y todas esas imágenes tan cercanas y queridas.
ResponderEliminarMuaaaack
Me alegro que te guste. Gracias amiga linda
EliminarMuchos besitos!