No acostumbro a entrar si no hay clientes. Eso dijo la señora con el sombrero en forma de alas de mariposa. De modo que pasó de largo, y del brazo de señor Girardot. En realidad había sido un pretexto, porque su voluntad hubiera sido entrar y llevarse uno, o dos, o tres sombreros; oler la tienda, recrearse ante el espejo. Sentirse afortunada por tener una cabeza tan bien hecha, como si adrede fuera un molde que se ajustara a toda clase de sombreros. Desde el día en que le dieron la bendición en la pila de bautismo destacó por su preciosa cabecita, cubierta por el gorro más bonito de la comarca…
La señora muy consentida por casi toda la ciudad cambiaba de sombrero un día, sí y, otro no. La noche en el casino del día ocho de abril había bajado de un coche negro y elegante, alguien le había dado la mano para ayudarla; un ala del sombrero se enganchó de la parte alta de la puerta del coche, siquiera se percató de ello a no ser que el propio Girardot advirtió preocupado con unas señas, con la idea de que la señora reaccionara a tiempo, antes de verse en el mayor de los ridículos; porque la proporción del sombrero semejaba al de una gran nube en forma de estrella de cinco picos. Además de todo eso los encajes que llevaba alrededor culminaron casi en sus rodillas.
La extravagancia rezumaba por cualquier adorno que se pusiera en la cabeza. Tocados, gorros, sombreros: las plumas tan largas como las alas de un águila imperial; los encajes de bolillo de colores variopintos, y cuando el tul adornaba era como estar dentro de un gigante mosquitero. Girardot siempre a su lado, su fiel servidor. Los halagos por parte de él la llevaban a los altares del orgullo, como si en realidad fuera una diosa del olimpo.
Girardot permaneció junto a ella hasta su muerte. Fue muy astuto por su solvencia económica...
Una astucia difícil de soportar.
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