Aplausos


Nada más alentador que un aplauso. Pero cuando se repiten por compromiso la vanidad de aquell@s que los reciben se convierte en un monstruo devastador.


María Gladys Estévez.

viernes, 11 de junio de 2021

Los pájaros dormidos

 

No es que, como ya había quedado escrito, que Marlene nunca se le habría ocurrido dejarse ir, abandonar este mundo que le encantaba. Cada día dejaba en su diario lo que le gustaba, o no.

La experiencia de los días sucesivos, y los que habían pasado dejaba claro el amor que sentía por la vida, su vida, y la de sus amigos, y familia. Como quiera que aún en las adversidades, postulados, la ambigüedad de la realidad, normalmente daba la razón, con el cigarrillo en la boca, abanando las moscas que a veces parecían un ejercito de aviones sobrevolando sobre todo a punto de dejar caer las bombas; por lo que casi siempre asentía.


Tuvo muchos amigos: amantes, entre ellos hombres y mujeres.

Era voluptuosa en el amplio sentido de la palabra. Atrevida, intuitiva, generosa. Pero más de una vez había mostrado su otro lado: en agosto de mil novecientos diecinueve, y en defensa propia, mató a un hombre, pero no se arrepintió, no no sería así. El muy cabrón, como ya había dejado escrito en su diario, estaba a punto de asesinar a un matrimonio de avanzada edad para robarle el dinero. Se cuestionó en su momento se había bien, o no pero no pensó más y lo hizo.

Años más tarde hasta sonreía socarronamente al volver a leer la noticia en la prensa que guardaba en una de las gavetas de buró. 


Viajó por casi todo el mundo: Australia, Japón, Italia, Canarias, Argentina, etc...

Tenía en su casa un cuadro que el pintor amigo suyo, Paolo Mancini le había regalado y  que lo había titulado: Los pájaros dormidos. Pasaron un verano en Italia: inolvidable.

Un idilio en el que ambos degustaron como cuando un buen vino riega los labios y toda la piel. Se despidieron con un beso amoroso, un beso largo y cálido.


¿Le sirvo la cena?, dijo Anatolia.


Si, por favor, si, y vino, gracias, replicó.


Pero ese día en su diario sólo había dejado escrito: Los pájaros dormidos.

Con setenta años decidió desaparecer, lo hizo: se dejó ir desde su propio abismo, al fondo del barranco.


¿Quiere desayunar señora?, dijo Anatolia.


Pero nadie había, sólo Anatolia la seguía viendo.


¡Claro que si!, jajajaja... y se vistió de vida, de días amados, de pájaros dormidos....



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