Naturalmente que iría, iría sin pensarlo. Había que cruzar una distancia corta hasta el faro.
Sólo es un resfriado, le dijo alguien. De todas formas habrá que visitarle. El farero ya tiene muchos años, vive solo.
María era enfermera del hospital del Santo Espíritu, y se ofreció con placer para ayudar al farero
De modo que una vez llegado al faro, María tocó una campanilla que pendía sobre la puerta de rejas, pasó dos minutos, o tres, y Braulio abrió con una amplia sonrisa, de esas sonrisas que parecen el batir de alas de mariposas. Cojeaba de una pierna: en su juventud un tiburón quiso merendárselo, y le seccionó casi toda la pierna, dejando un muñón. Nunca quiso recomponerlo. Una muleta le acompañó desde entonces.
Con sorpresa, María antes de recorrer el interior del faro, había visto un cello apoyado en un silla de mimbre; Braulio se percató de ello y lo mostró, incluso se lo dio para que pudiese tocar su espléndida madera. De el colgaba una piedra de ámbar y dentro una mariposa blanca solidificada. El cordón que la sujetaba era una tira de cuero envejecido.
Pero yo vine para atenderlo, porque me han dicho que tiene usted un resfriado.
¿Un resfriado?, dijo el farero. Y siguió hablando de ello.
No es nada. Quizás un poco de charla me vendría bien ya tomo miel y té para los refriados. Y mírame no son tan mayor.
A propósito de eso, María, con una pequeña sonrisa le preguntó qué edad tenía.
Pues tengo la edad que quieras, la edad que quiera la vida, los años, la edad que sea cuando toco el cello. Tengo edad, eso es todo, replicó.
También tengo la edad en que Azorín el gran tiburón me arrebató la pierna, volvió a decir.
Pero vamos acompáñame a ver el mundo de forma diferente, subamos hasta arriba. Cuando María vio el esplendor que tenía ante sus ojos creyó que la habían engañado con respecto a su vida, con respecto a todo.
La magnitud de aquello no se podía comparar con nada.
El horizonte se dibujaba perfectamente. Entre el Cielo y el mar había una complicidad tan fuerte que, incluso elegían el color, los diferentes tonos, cuando el Sol desplegaba sus dedos.
Es un petrolero, dijo Braulio.
María le preguntó que si pasaban frecuentemente por aquello lares.
Claro, si, y barcos de pesca, y chalupas. Yo también tengo una, y me alimento de los pequeños peces: sardinas, chicharros, etc...
Huele a algo que no puedo describir Braulio, puede ser a incienso no se.
Huele a vida, a mar, a estaciones. Huele a todo, y nada, le dijo el farero.
Tomaron té y se quedaron un rato contemplando el Olimpo.
María estuvo en el faro todo el día.
Un concierto de cello para ella, exclusivamente para ella.
El farero apartó la piedra de ámbar con mucha delicadeza y tomó el cello.
Pasados unos minutos la imagen que creía ver ahora era distinta: un muchacho que, mientras hacía que la música brotara de sus dedos, cerraba los ojos. Un muchacho sin edad, una inspiración desconocida.
Cuando el farero terminó el concierto siguió con los ojos cerrados, en silencio. Mayestático.
María pudo ver que en la piedra de ámbar no sólo estaba la mariposa, ahora habría una más.
Al despedirse observó que nadie había, y que no pudo abrir la puerta, y que no había mar, ni horizonte, ni Olimpo.
"En en año mil ochocientos noventa se había cerrado el faro después de la muerte de Braulio".
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