sábado, 26 de junio de 2021

Juan de Arce y de los Morenos

  


lo que parecían escamas de un rodaballo en realidad eran pupas. La 

niña lloraba y 

lloraba, y lloraba, y del árbol caían las hojas que luego alfombrarían 

el patio.

La yaya limpiaba cuidadosamente la piel oliva de Tinita, primero con un paño suave de algodón, y luego la loción mágica, que desde tanto tiempo atrás se había empleado en varias generaciones, en el caso de irritaciones, picaduras de insectos, y pupas.

Al cabo de dos o tres días desaparecían casi por completo. Las carencias de algunos alimentos propiciaban las molestas pústulas. Pero la yaya siempre estaba pendiente de todo, y sobre todo, que Tinita no sufriese en demasía. Por aquel entonces era común, y también lo eran los piojos, y liendres; porque por las tardes, después de la merienda, se agrupaban en el patio ,y las madres empezaran con el eucalipto y limón para eliminar a las desagradables criaturas, que causaban una picazón horrible; por lo tanto, allí quedaban debajo del guayabero, luego vendría la hora del café, y ese rato lo dedicaban a charlar, puesto que los menesteres del día ya estaban hechos.

Las habitaciones tan limpias y relucientes, las cortinas blandiendo al viento propiciado, por la brisa cálida que se precipitaba al interior. Los angelotes saltaban como niños cerca del malecón, cuando el mar se revolvía propiciando sus juegos. Todo un espectáculo de la naturaleza: el en el interior, era otra cosa, un pequeño pueblo, donde escaseaba de todo. Y tampoco era fácil poder trasladarse a la costa por sus caminos pedregosos y falta de medios.

Por lo tanto algún pescado jareado se consumía de vez en cuando. Pero eso no quitaba el hambre, de modo, que el gofio y la leche vendría bien en los desayunos y aunque bien rebajada con agua hasta la próxima vez que se fuera con el lechero en la mano, a por más. Bien sabían los padres que esto sería como engañar los estómagos de los niños, pero habría algo caliente, sobre todo en invierno, cuando la lluvia por aquel entonces muy abundante arreciera y, el frío de las montañas se colara por debajo de las puertas y postigos.

Las historias están para contarlas, se dijo, mientras con un lápiz anotaba esto y aquello en las esquinas de los folios.

Mientras tanto las cumbres borrascosas en invierno y las cumbres perfumadas en verano : almendros en flor, pinzones azules. Y la esperanza de un tiempo mejor. Y los niños como son, niños. Tan dichosamente felices con la bimba de gofio y almendras en sus manos y los cachetes con churretes, y los sueños y los días de sol…












Pese a todo, al otro lado del río, ese que ven delante, con sus aguas bravías, y los juncos parapetados a los lados, se encuentra el pueblo de los Morenos, nombre, que le fue puesto, el señor D. Juan de Arce, allá por el año mil novecientos cincuenta y ocho, cuando, junto a su familia había abandonado la vida de ciudad, donde la ceguera de los hombres, las injustas leyes, y el despropósito de acabar con la vida de muchos por la falta de alimentos, la ausencia de paz y la incapacidad de manejar los asuntos, iba haciendo mella en esas personas, que, ya, habían perdido hasta la dignidad. Los Morenos es un lugar apacible. Apenas unas casas blancas, un comercio no muy grande, pero abastecido de casi todo. Sería pues, donde permanecería hasta el final de los días.


Cuando Margarita, la esposa de Juan de Arce parió su tercer hijo, ya se hacía eco de la preocupante situación en la que se hallaba la ciudad: amordazada y maniatada.

Gritos en las calles, violencia, y sobre todo, la preocupante escasez de alimentos.

Margarita se quedó con la criatura en sus brazos, mientras le daban unos cuantos puntos, porque el muchachito ya venía con un buen peso, y hubo que rasgar, porque de ninguna manera hubiera podido sacarlo de su cuerpo, así fuese, con miles de empujones, que, no traería más que graves complicaciones para ambos. De modo que el llanto se tradujo en un quejido, que un pañuelo habría de ser testigo de la gran mordida de la lengua de la muchacha, por no lanzar el compungido grito, que hubiera hecho eco en la montaña más alta, aquella que se podía ver cerca de la clínica materna.

Ya habían pasado unos dos meses desde el nacimiento del pequeño.

Los hermanos mayores aún podían tomar sus clases. Cada mañana un auto les llevaba al colegio. Seguramente tendrían un brillante futuro. Porque la educación es uno de los pilares en que se construye una nueva realidad; proyectos, cambios de vida, nuevas tecnologías, y un sin fin de posibilidades de que una nación se consolide y sus hombres y mujeres tengan la oportunidad de conseguir sus sueños.



Ya lo había vaticinado el padre de Juan Arce, lo había dicho desde que su primogénito comenzó a andar por las calles solo, cuando después de un desayuno con con leche y copos se diluía en un tazón, por el modo en que el muchacho giraba la cuchara : espirales y espirales, hasta obtener la mezcla. Luego llegaba al colegio, que se hallaba dos manzanas arriba, antes de la tienda de comestibles.

Como tardaba una media hora el recorrido, Juan Arce dos, se entretenía en releer apuntes de las clases del día anterior. Por si en algún momento, y antes de llegar al colegio, hubiera pillado aquella frase que no acababa de entender, bien sea por su significado implícito, o bien sea, por algún vocablo nuevo, que todavía no se le hacía familiar. El joven tenía la curiosidad por aprender cada día un poco más, hasta los folios le olían a un incienso con toque de vainilla, se los acercaba a la nariz para no perderse la satisfacción de las hojas de vainilla expeliendo el perfume.


Siquiera en las noches, Juan Arce dos, podría dejar de ojear apuntes, e interesarse por las clases de la mañana. El péndulo del viejo reloj oscilaba toda la noche, en un vaivén, que de alguna manera apaciguaba el temple de los que allí habitaban. Después de un día, en que las noticias en la prensa no eran muy satisfactorias, ni dadas al relajo. Más bien, se colaba una preocupación por entre los ojos de las personas, que la adquirían en el quiosco rojo, pintado de un púrpura, que parecía un corazón, con latidos cada vez más lentos.

La yaya ya estaba cansada, pero no dejaba de hacer tortitas en las tardes, para la merienda. Los chicos se sentaban alrededor y zampaban, como cuando los mirlos picotean los racimos de uvas, sin más interés que abrevar su jugo. Cosía los botones de las camisas, planchaba alguna pieza de ropa, y miraba por el postigo algo inquieta, porque no eran alagueñas las conversaciones en los patios de las casas colindantes. Pero ella ya no salía a la calle, siquiera pisaba los zócalos de las aceras. Hacía mucho tiempo que una de sus piernas se dejó morir y se desgajó de sus huesos.






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