Lo que realmente parecían luciérnagas era la ristra de luces que adornaban la habitación. En las esquinas, en el techo, en las paredes; incluso en la cabecera. Una cabecera ancha y alta. ¿Se repetiría el mismo sueño?, probablemente eso pensó, y lo volvió a pensar casi todas las noches cuando se disponía a dormir.
El miércoles amaneció con la luz esplendorosa entrando por la ventana y esparciendo la habitación de una curiosa estela, como si alguien adrede quisiera que ese día fuera el día. Alfonsina cumplia años, cuarenta y cinco.
La tarta de merengue con cerezas ya estaba en la salita. Todo preparado. Nena, la señora que llevaba la casa se había ocupado.
Alfonsina despertó sonriente, y más cuando vio aquel dulce de los cielos.
La botella de champaña y las copas. Pero el cuarto de Alfonsina gritó y gritó. Quería tenerla allí encerrada. Hasta su muerte.
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