miércoles, 15 de septiembre de 2021

Una historia sin final.

 



Por mucho que se empeñó en querer asistir a la fiesta de cumpleaños, por mucho que se había acicalado, la magia se había roto como un frenazo en seco de un coche a punto de estallarse contra un muro. De modo que regresó a la habitación no sin antes haber llorado como una niña y haber pateado la arena negra de la playa de Duque.


Se quitó el vestido que se había arrastrado y dejado un surco en el mismo borde, donde iban y venían las olas. Estrepitosas olas, encadenadas olas. Llevaba un bonito recogido, que atado con horquillas y un adorno de plumas realzaba su cabellera negra...

La luz del día entraba por el ventanal y también recorrió el pelo, ya suelto, ya libre, como si fuese nidos de golondrinas en cada tirabuzón. Pero la lluvia de lágrimas se había desbordado como un río caudaloso, sin medida, sin freno, hasta quedar dormida sobre la colcha de patchwork. . Aquella fiesta la había esperado unos meses antes estaba segura de poder asistir, incluso ya tenía el regalo, un bello lienzo de Monet que ella misma abría pintado con delicadas maneras, con entusiasmo e ilusión. Acostumbraba cuando empezaba un cuadro cerrar persianas y puertas, solo la música habría de escucharse, como cuando se hace un silencio apacible, como si hablaran las hadas. En este caso Schubert sería su inspiración, un agradable columpiarse debajo de un sauce, melodía de dioses.


Una ducha había emborronado el maquillaje, mojado el pelo, una ducha caliente, y después dejarse caer y quedarse con la cabeza gacha, gimoteando aún.


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