Como si en realidad la pulsera que había dejado en el escritorio fuese un escudo protector. Un abrazo.
El ojo de Osiris en el círculo, que aunque pensara que ya nada podía sucederle, se sentía reforzada por ello.
Incluso si en algún momento no estaba justo en el centro, se encargaba de volver a colocarlo. Todo milimetrado.
A veces se entretenía en ello más de diez minutos: cuencas negras, verdes, amarillas, rojas. Así una y otra vez contaba por si alguna de ellas faltara.
¿Tomamos café?, dijo alguien.
Hasta treinta segundos en contestar.
Si, claro.
No sin antes volver a recrearse en ese mundo en el que ya nada podía dañarla.
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