Cortésmente había posado, no sin su gato, que más que gato parecía una Esfinge. Las patas se aferraban a la mano de la señora de tal forma, que, ésta, permanecía inmovilizada hasta que Alterio consintiera. A ambos lados del canal las casas a esas horas reciben la luz del sol y brillan de tal forma que no sería difícil quedarse largo rato contemplando las fachadas que parecieran emerger igual que Isis; la parsimonia de la señora ante el fotógrafo en cierto modo resultaba agradable a la hora de obtener una buena instantánea, ella ofrecía todo aquello que hubiese sido necesario para recrear un buen retrato al más puro estilo clásico. Tenga en cuenta mi nariz, le dijo. Seguramente debió pensar que unos retoques podrían disimular las facciones muy mucho, ya que no le agradaba en demasía aquel pico de águila entre sus hermosos ojos azules…
Abacanada, presuntuosa y mal educada la señora Ariel trataba de abstraerse en cada toma pensando en sus quehaceres, y en cada una de ellas un gesto diferente, una postura forzada e irreal, además de tener que soportar las vejaciones de Alterio, sobre todo cuando el felino se orinaba encima del vestido, o de sus vómitos a lo largo de la larga trenza en los momentos en que éste regresaba a casa con la panza llena de ratones, babazorro, le decía con un despectivo movimiento de cabeza al verle regurgitar y relamer. La segunda Venecia quizás, farfulló el fotógrafo entre dientes mientras intentaba mejorar la imagen de la señora Ariel en cada toma, en cada clic, si, realmente es de admirar las casas a un lado y al otro resistiendo el paso del tiempo y en cada una de ellas los ventanales parecen proclamas para que éstas sean admiradas por visitantes y convecinos, sabía que pecaba de ñangotado, pero había que ganarse los cuartos, y ella, la señora Ariel a lo suyo, con el torso recto, con un rictus extremadamente forzado, de modo que el jornal ganado y la señora contenta de ser inmortalizada…
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