lunes, 6 de septiembre de 2021

De los cuentos de la guerra.









Por aquellos años había  nevado copiosamente y eso dificultaba las labores y los menesteres de los vecinos, que, aunque habituados a las bajas temperaturas y los duros inviernos  en cuanto se cruzaban los unos, y los otros por las calles cubiertas de escarcha, nunca faltaba alguien que se pronunciara hablando del crudo invierno y del frío que calaba los huesos. En varios días la alarma no había avisado de ningún avistamiento de obuses, de modo que se respiraba cierta tranquilidad por aquellas tierras del norte, donde los álamos blancos ornamentaban plazas y paseos.



Las lavanderas se afanaban por terminar pronto el reparto diario de la ropa blanca para la posada, de la que era dueña Nekane, una mujer robusta, con el rostro moteado de blanco, igual que cuando un manzano se llena de hongos. Un día llegaron un grupo de milicianos y se hospedaron en casa de Nekane, dos de ellos no pasaban de los dieciséis años, los restantes ya cumplían en cierta medida con una edad propia para ser oficiales: dos capitanes y un general. Cada noche se reunían en la salita junto al brasero y fumaban habanos, y



Nekane procuraba que no faltara aguardiente y esos dátiles tan dulces que abarrotaban  la despensa, por lo tanto y agradecidos de las atenciones de ella, y a pesar de su aspecto un tanto desagradable y por los años, que ya sobrepasaba esa edad gloriosa de la juventud, la llevaban a los goces de las caricias de cada uno, y Nekane no  oponía resistencia en   lo que para ella significaban aquellos momentos de renacer en sus propias carnes de los años juveniles. Los imberbes no descartaron su compañía  en aquella fría habitación con ventanuco en forma de ojo de buey y por el cual se divisaban las montañas pertrechadas de gruesas capas de nieve.



Llegó un día en que los obuses aparecieron sobre el cielo gris del  invierno igual que aves rapaces. Aquellos hombres y mujeres vivieron en la medida de lo posible que se pueda vivir, cuando se es azotado por látigos de fuego. Daba igual que en verano florecieran toda clase de azaleas y geranios, y que las calles del pueblo se quedaran desnudas del hielo; el paisaje seguía siendo desolador y el propósito del enemigo no menos desalentador…





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