Hubiera sido un improperio decirle a la señora Vitale que parara de hablar. Sería como de un manotazo cerrar el pico de algún pajarillo y verlo caer, y saber que ya no cantaría nunca más. O sesgar la hierba hasta dejar un huerto sin vida.
Una avioneta surca el cielo en estos momentos, el parloteo de Vitale siquiera se oye. Es una pequeña avioneta de color azul, que despliega sus alas como las águilas, verla cómo cruza es pequeño espacio entre el caserío hasta el mar es un auténtico placer.
Mi sombrero se ha volado. Empieza ese airecillo, que más tarde será como los remolinos- Las andoriñas revolotean. Dicen que es porque habrá viento.
De modo que, me senté en el banquillo de madera sin barnizar, un banco de muchos años. Quizás muchas tardes alguien hizo lo mismo, leyendo un libro, o simplemente para observar el atardecer, un rojizo atardecer, el mismo que se aprecia ahora mismo.
La señora Vitale había terminado su charla. Fue interesante, una nunca sabe hasta que punto merece la pena esperar y escuchar.
Unas gotas de agua cayeron en mi nariz para luego dejarse abandonar en mis labios, entonces volví a recordarlo.
Pero lo que comenzó con pequeñas gotas aquí y allá, se convirtió en bendita lluvia que en unos veinte minutos arreciaba con fuerza. Serena, pero fuerte.
Las nubes se pintaron de un gris oscuro.
Volví a casa mojada, descalza. En realidad, feliz.
A veces una tormenta es lo más hermoso que pueda pasar.
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