Esa ola grande estalla en el malecón. Leonard lleva un sombrero de ala corta, fuma cigarrillos y debajo del brazo, la prensa. Tiene los zapatos empapados de agua salada. Aún así sigue su camino con la cabeza gacha, intentando encender un nuevo cigarrillo.
Para en la tienda de antigüedades, se aproxima al cristal por si puede ver dentro. Decide entrar.
Es impresionante lo que se puede encontrar en una de estas tiendas: muebles, espejos, una lámpara de pié. Cuadros. Juegos de vajilla, algunos muy valiosos, un sin fin de cosas.
Se llevó un retrato con un marco muy ancho y repujado.
De modo que, lo colocó enfrente del aparador. Allí estaría bien, se dijo. En las tardes mientras leía y fumaba contemplaba a la señora del retrato. Era una mujer elegante. Estaba sentada en un diván. Llevaba un vestido negro, mitones rojos, el pelo recogido. Pasaron los días. Y cada vez más tenía la necesidad de verla. De manera que, se quedaba hasta la noche hasta el punto que las miradas llegaron a cruzarse.
Un día se percató de que aquella mujer suplicaba libertad.
Lo supo porque el semblante había cambiado. Ahora era un rostro triste, angustioso, y una de las manos lo señalaba.
Nunca supo cómo pudo hacerlo, pero la liberó.
Vivieron muy felices durante mucho tiempo.
Pasearon cerca del mar, y las olas mojaron los zapatos de ambos.
Hay que visitar tiendas de antigüedades, nunca se sabe.
Visitaré una tienda de antigüedades... total, peor no puede ser...
ResponderEliminarO, no.
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