Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Seguramente habrían más.
Al lado una pulsera de esas que evitan el mal de ojo, si quizás era eso; unos pequeños garbancitos, que por el tiempo que llevaban se les podía ver un pequeño pico, como el de los pajarillos. Algunos de ellos se hallaban junto a la taza de café como si quisieran alimento, o calor.
De modo que ahí seguían sin movilidad alguna, y pasados unos meses quién sabe en que se habrían transformado.
Uno de ellos se hallaba apartado. Siquiera la felpa lo rozaba.
Aún siendo un pequeño garbancito se le veía triste. Una barrera de grapas impedía que pudiera estar con los demás.
A expensas de una mano que apartara para dejarlo libre.
Pero no sucedía. Ahí permanecía la montaña.
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