Un enjambre de ojos recorren los adoquines donde se exhiben toda clase de alimentos, los peces brillan y parecen recostados, pero hace rato que han muerto. Las verduras son igual que los broches de las señoras en las solapas; unas esculpidas de hojas rizadas, otras de color rojo, de color amarillo. Aquella pieza de carne roja cuelga desde hace unas horas y las manos se agitan una detrás de la otra, aguardando en la fila y aquella mujer ríe contenta porque la primera cuchillada hendida en la pieza, fileteará dos o tres cuartos, los primeros, para ella. También hay flores que parecen princesas vestidas con sus mejores galas; ocupan todo el frente en la larga pared. Pero no todo son sonrisas, esa mujer, tiene fruncido el ceño y una fina línea dibuja su boca, se curva, y sus pasos son lentos, tiene rabia en su interior, es la rabia de todos los años vividos, de callar por vergüenza o prejuicio. Un pequeño tiovivo da vueltas y las imágenes parecen moverse alrededor de él; gira el puesto de castañas y aplauden arropadas en varias filas; giran los cuatro bancos de tablillas donde reposan los señores curioseando la prensa; giran todos los girasoles, todas las lilas, los gladiolos. Hay una fuente y alrededor un lago de cristal donde se sumergen los meteoritos de lluvia salpicando los zapatos que dan pasos apresurados, como si un gran reloj de arena marcara el tiempo y al caer toda la arena, aquellos pasos se detuvieran y se convirtieran en zapatos de sal. El tranvía corroe las vías, pisotea fuerte y dentro hay rostros preocupados que miran el reloj una y otra vez; hay rostros jóvenes con los ojos brillantes; hay cabezas que descansan sobre el cristal, esas no miran el reloj. Los algodones de nubes juguetean y los rayos del sol se cuelan entre ellas y parece que se dan la mano. Las voces se callan, los adoquines descansan, la fuente cesa y el tiovivo espera un nuevo día para hacer girar cada rincón.
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